miércoles, 29 de agosto de 2012

CLAROSCURO

Relato de un encuentro en la Sierra del Segura en el otoño de 1992, escrito en octubre de 2003, perteneciente a la colección: La teoría del polvo. Cuentos de las Sierras de Alcaraz y del Segura. Sirva este claroscuro narrativo, en el que convergen dos de mis aficiones, como complemento de la declaración de intenciones de la primera entrada.


Por el sureste seguían entrado nubes de llovizna que enseguida se deshilaban rociando los collados y los barrancos. La capa comenzaba a calarse y las rachas del aire iban ateriéndome. Era magnífico presenciar cómo el monte volvía a empaparse de agua. La piel, por el contrario, hacía rato que se había saturado con tanta hidratación. Afortunadamente, ya me encontraba en un paraje coronado por un pico conocido que asomó fugazmente entre la niebla que se descolgaba. Haría una parada de avituallamiento a la primera oportunidad de guarecerme. Pasados por agua, aún quedaban galletas y queso dentro de la mochila.

Otra lengua de niebla me lamía por enésima vez cuando topé con el paramento de un cortijo cuya techumbre parecía sólida aún. Arreciaba. Rodeé la construcción hasta dar con la única abertura que tenía, mal cerrada con una portezuela de pino semipodrido; en el umbral, dos hachas tumbadas formando una cruz con el filo hacia las nubes.

Casi a pulso hice girar la portezuela sobre los goznes herrumbrosos. Al fondo de la estancia, había un hombre detrás de un fuego. El rostro apenas se le adivinaba. Pasé y cerré.

Buenas tardes, amigo, aunque sólo sea por decirlo. ¡Qué lumbre tan buena! El hombre no respondió. ¿Puedo acercarme? Mudo e inmóvil, me hizo temer no sabía qué. Si no le importa, voy a secarme y a comer un poco. Nada por respuesta. Aquí tengo queso. ¿Quiere?

Entonces, empezó a mover los labios, seguramente para que yo supiera lo que rezaba y le dejase terminar: … que el granizo no caiga sobre estos sembrados. Que la piedra se vaya para otros poblados. Que los rayos caigan en los pozos. Que el Señor no nos dé Su enojo. Que criemos bien a nuestros hijos, y a nuestro ganado. Díselo Santa Bárbara, que estás a Su lado. ¿Es usted soldado?

¿Yo, soldado?

No lleva fusil.

No, claro que no.

¿Pistola?

No, tampoco.

A ver debajo de la pelliza, inclinó la cabeza apuntando con las cejas y la nariz a mi forro polar.

Tranquilo, amigo. Lo único que llevo es mi navaja y la suya es un palmo más grande.

¿Cómo ha pasado a esta parte de la sierra?

Pues no lo sé bien todavía. Casi no veía nada con la niebla. ¿Por qué ha pensado que era un soldado?

¿Por qué va a ser?

Eso le pregunto, por qué.

Usted tiene pinta de militar, explicó señalándome las botas y los pantalones de montaña con la faca en la mano. ¿De dónde sale? ¿Cómo es que no está en la guerra?

¿Qué guerra?

¡Leche! ¿Qué guerra va a ser? La guerra de Socovos.

¿La guerra de Socovos? ¿De qué me habla usted?

No se entera, ¿eh? Que tenemos la guerra aquí al lado, en Socovos. ¿Cómo se le ocurre asomar las narices por aquí?

Me está tomando el pelo. No sería la primera vez que lo intentan por estos contornos, pero no puede seguir pretendiendo hacerme creer esa patraña. ¡Venga, hombre! Vamos a hablar de otra cosa.

¡Hablar de otra cosa, como si se pudiera hablar de otra cosa! Ocho semanas sin transistor, escondiéndome de cualquiera que me se arrimase a menos de cincuenta pasos y ahora me sorprende uno que no tiene ni idea de la guerra. ¿Usted no se enteró de cuando los yugoslavos entraron a tiros en Socovos? No hablaban más que de eso hasta que me se acabaron las pilas del transistor. Y yo que creía que no vería otra guerra. Aquella principió en La Graya y me pilló a mí de mozuelo. Ahora que esta, con mis años, no creo que la sobreviva.

¡Está hablando en serio! No hay ninguna guerra en Socovos. No lo entendió bien. Lo que usted oyó fue Kosovo, la Guerra de Yugoslavia, en los Balcanes.

¿La guerra es en Yugoslavia? ¡Ay, mi madre! Cuénteme entonces.

Después de una explicación simplificada y de infinitas preguntas, el hombre se aflojó. Se llevó a la frente el anverso de la grandísima mano con la que sujetaba un torrezno y suspiró una vacilante sonrisa de alivio. Ya me parecía que lo decían raro por la radio. Entonces es Kosovos, ¿no?

No, Ko-so-vo. En Yugoslavia.

¿Y lo de los balcones?

Los Balcanes, una región.

Ya. Que no es que se peguen tiros de balcón a balcón. Le digo una cosa: habiendo conocido la guerra no me extrañaba en absoluto. Pero, claro, tampoco ha habido ningún aviso en el cielo. Decía mi madre que un año antes de la guerra se vio una lluvia de estrellas como no se había visto otra igual.

A su silencio contestaban el aguacero, la lumbre crepitante y el envoltorio de las galletas. Puede que me asome por ahí abajo en unas semanas. Dejo pasar lo que queda de octubre aquí en lo alto y luego veré ande andan mis animales, los que queden vivos.

Despreocupado, peroró de cuanto quiso. De los mayos, de las lumbrenarias de San Juan y de las fiestas de Yeste, de los níscalos y de las patatillas de monte, de las ánimas y de los excursionistas como yo, de la sequía, de las tormentas y de las primeras nieves, que no tardarían mucho ya. Por poco me hizo olvidar que todavía me quedaban unos kilómetros de marcha.

Bruscamente, se puso en pie y fue a la puerta. La abrió y deslizó su corpachón entre las jambas. Ya escampa, gritó desde fuera.

Recogí y salí. No reconocí la figura del anciano corpulento que me sacaba más de una cabeza y que se afanaba en secar bien el hierro de las hachas. No parece usted el mismo de ahí dentro.

No, joven. Me ha traído las mejores noticias que puedan oírse. Así se desencoge cualquiera. Sí va a ser verdad que Dios existe. Él no permitiría que volviéramos a ver otra guerra. Pero aparte de eso, ahora que lo veo bien, ¿sabe usted cómo sé yo que Dios existe, vaya, que tiene que existir?

Dígamelo. Me gustaría saberlo.

Viendo la cara de la gente. Con tantas personas como habrá en el mundo, ¿sería posible que cada una tuviera una cara distinta si no hubiera Dios? ¿Usted qué piensa?

Nunca me lo he planteado así. Pero a lo mejor tiene usted razón. Otro día que esté raso le diré lo que pienso. Adiós, buen hombre. Y no tarde tanto en bajar a la aldea. Estarán preocupados.

O contentos con mis cabras.

miércoles, 15 de agosto de 2012

CLAROSCURO  Ibérico

 

Anhelamos la felicidad rehuyendo los sacrificios. Sondeamos el cosmos a la búsqueda de Dios, a pesar de que la mayoría creemos más en lo tangible e inmediato. De modo que nos postulamos como semidioses, tratando de conseguir todo cuanto – nos han dicho que – en teoría es posible hacer y tener; y reclamamos derechos y libertades a la carta, olvidando incluso los deberes sociales fundamentales y cuestionando las responsabilidades cívicas más básicas.


Puede que, de vez en cuando, este mismo blog reclame como pseudo-derechos la contradicción, el exceso, la incompatibilidad, la paradoja, la sinestesia o cualquier inconsistencia estética. Pero, amigos, en un mundo tan abigarrado y pluri-focal como el de hoy, CLAROSCURO Ibérico proclamará sin reservas el coraje de tomar partido con coherencia y con compromiso ético; la necesidad de sentir, pensar y actuar sin que los innumerables matices de la posmodernidad nos paralicen; y, por qué no, el derecho a errar por el camino.


Cierto es que cada cualidad y su contraria, cada acierto y cada yerro, han modelado la naturaleza humana a lo largo de su trayectoria cíclica y pendular entre lo sublime y lo execrable. Ahora bien, si hemos de redefinir lo esencial y reajustar las prioridades de nuestro tiempo, frente al despliegue apabullante de la actualidad comercial, cultural, mediática, ocupacional, político-económica, etc.; estoy convencido de que no hay nada como la técnica del claroscuro.


Bienvenid@s. Volved pronto.