miércoles, 12 de septiembre de 2012

TRIPLE SEC

Mi amiga Eva P. –Evita dinamita– catalogó esta ocurrencia dentro del culto al dios de las pequeñas cosas. Y yo sostengo que las pequeñas cosas y los encuentros fugaces matizan la vida más de lo que queremos admitir. Por cierto, la ocurrencia consiste en haber escrito, en mayo de 2012, sobre este encuentro de junio de 2001.


Caminaba por la Calle Zapateros con mi hijo, un renacuajo de pocos meses pegado a mí por medio de uno de esos marsupios. Ni yo sospechaba que transitábamos por delante del que, años después, sería su colegio; de modo que el renacuajo dormitaba apaciblemente, mecido por mis pasos, hasta que el calor de los últimos días de la primavera, junto con el de mi cuerpo, lo despertó. Cuando le susurraba algo tranquilizador, llamamos la atención de alguien que venía de frente, directo hacia nosotros.
 
El hombre, de algo más que de mediana edad, de poco menos que de mediana estatura, de vientre previsor, de piel bronceada con mesura, de pelo y mostacho despeinados y entrecanos, presentaba otra característica que inmediatamente me recordó al de otro encuentro ocurrido en Jerez años antes. Aunque el transeúnte venía de frente y directo, su figura y su trayectoria rehuían la línea recta.

Al tenerlo delante –dada su intención evidente de acercarse al pequeño, no traté de esquivarlo– comprobé su porte, el buen tejido del polo, desabrochado hasta el último botón, el corte de la americana y la bonita congestión que lucía. El señor se irguió, me sonrió y, acariciando los finos pelillos del niño, interpeló sin dejar de mirarlo: “Qué rubio tan guapo. ¿Cómo se llama?” (…) “¿Álvaro? Nombre visigodo. Bien elegido.” Hasta ese instante, un encuentro fortuito y corriente. Álvaro atraía a bastantes señores y a muchas más señoras.

Así comenzó esta epifanía mixta, entre emocional y olfativa. ¿Quién era este tipo tan arreglado y correcto que, rotundamente, venía de vaciar copas? ¿Y qué clase de emanación, no puede decirse que fuese desagradable, era aquella que le aromatizaba el aliento? Habría detalles más intrigantes en su persona. Sin embargo ese fue el que me mantuvo más desconcertado desde el primer minuto. ¿Ginebra, ron? No. ¿Whiskey? No, claro que no. ¿Brandy, en este tiempo?

“¿Ahí va cómodo el niño?”, preguntó con interés. Durante la breve exposición de las ventajas e inconvenientes que hice del complemento porta-bebés, el interés del señor se mudó a la explicación misma. “Usted no tiene acento de por aquí. Usted parece andaluz. Un tanto castellanizado, pero andaluz. De Granada capital, ¿puede ser?” Antes de explicarle nada sobre el habla diatópico de un servidor, dio por sentado mi origen y continuó con sus pesquisas: “Residirá en Albacete por razones profesionales, supongo.” Ni yo estaba dispuesto a dar tantas explicaciones a un desconocido, por educado que fuese, ni él las necesitaba en realidad; pero por cortesía no iba a quedar y alguna cosa le confirmé.

“¡Ay, Granada! Yo he vivido largas temporadas en la ciudad. De hecho tengo allí un palacete, en San Juan de los Reyes. ¿Conoce la calle?” (…) “Efectivamente. Pues allí está, llegando al Chapiz”. Cuánto le satisfizo constatar que su evaluación de mi acento había sido acertada. “Apenas me acerco por allí ahora, pero he disfrutado mucho en mi juventud. ¿Vuelve usted a menudo?” (…) “Claro. Veo que compartimos el mismo gusto. Yo también acostumbraba a pasear entre el bajo Albayzín y el Realejo, siempre antes del aperitivo, y por el Sacromonte, habitualmente al anochecer. No deje de hacerlo mientras el corazón y las piernas se lo permitan”. ¡Diantre! ¿A qué olía?

En Jerez fue fácil reconocer la mezcla de amontillado y de brandy en la que flotaban las sílabas de aquel otro driblador de rectas. Necesitaba una dirección, no recuerdo cuál. Lo que sí recuerdo nítidamente es la solitaria Calle Sevilla bajo el sol de justicia de las cuatro de la tarde, en el mes de julio, y la inexplicable discontinuidad de aquella cogorza de solera. No había tenido más remedio que abordar al único alma en cientos de metros por más que se aproximara tambaleándose no sin control, acaso bien ejercitado. El alarde culminó cuando el hombre se estiró las solapas y carraspeó aclarándose la voz, mientras se alisaba los rizos engominados de las sienes, para darme la indicación más clara y correcta, en la sintaxis y en las maneras, que me han dado en castellano en la vida. Ni qué decir tiene que, finalizada la explicación, volvió a lo suyo.

“¡Bueno, hombre, bueno! Cuide mucho a esta criaturita”; dijo al propinarme la palmada condescendiente de los capos italianos y de los viejos terratenientes, esa que abarca media mejilla, la oreja y parte del cuello. “¿Cómo se llama usted?” Habría sido el colmo que lo hubiese adivinado. “Ha sido un placer, Carlos.” Y, sin más ceremonia, encadenó tres nombres propios seguidos de varios patronímicos renombrados en la ciudad y la apostilla “Marqués de Larios. A su disposición”.

En aquella época no sabía siquiera lo poco que sé hoy sobre las vicisitudes de la Casa de Larios, por lo que ni creí ni dejé de creer a aquel personaje. Me quedé mirando cómo se alejaba. Le llevó unos veinte pasos reanudar su movimiento uniformemente rectífugo. Lo que siempre he admitido es que casi me convenció por la depurada actuación y porque por fin creí haber dado con el refinado licor. Jamás he vuelto a toparme con una melopea tan coherente y elegante como la de Larios.