martes, 6 de diciembre de 2016

Cincuenta años no es nada (2) 

Las leyes-maza de educación 



Las oscilaciones pendulares únicamente dan lugar a debates baldíos, y no sólo en la política. En estas semanas bulle la enmarañada polémica escolar de los deberes, planteada de la forma más simplista posible, como es natural conforme a nuestro carácter ibérico. La cuestión está removiéndose –“debatiéndose” sería mucho decir– en estos términos: “¿deberes: sí o no?”.  Sin embargo, entre tantas voces acaloradas que apenas aportan argumentos autorizados, las voces de los que saben se oyen poco y bajo; no obstante algunos de esos que saben teóricamente de pedagogía puede que no hayan entrado en un aula en su vida o que ni se acuerden ya.

¿Hay motivos legítimos para el debate? ¿No será este otro de esos debates de distracción? Por ejemplo, por qué no nos preguntamos si todos los centros educativos siguen pautas metodológicas afines y aplican la normativa homogéneamente en las distintas etapas. Lamentablemente, a continuación, tendremos que preguntarnos por qué no; y por qué puede llegar a haber una diferencia cualitativa tan exagerada entre los centros educativos públicos. Y podemos seguir preguntando: ¿qué debe hacerse al respecto? ¿Por qué no actúan las administraciones educativas –así, en plural, uno de los problemas en mi opinión– y los servicios de inspección precisamente en las cuestiones que justificarían su existencia?

Resueltos esos preliminares, entonces podríamos pasar a la siguiente tanda de preguntas, aunque posiblemente ya no hiciese falta. ¿Un estudiante puede lograr el éxito –o evitar el fracaso, como se prefiera– sin estudiar ni hacer deberes, es decir sin reforzar los aprendizajes del día ni prepararse para las clases del día siguiente? Si la respuesta fuese “no”, ¿a partir de qué edad sería necesario hacer deberes y estudiar? ¿Y en qué medida racional, acorde con la edad? Las sucesivas leyes educativas, con su desarrollo normativo, han proporcionado pautas más o menos claras. Pero no pocos docentes creen que la autonomía pedagógica de los centros y la libertad de cátedra dan derecho a hacer caso omiso de los reales decretos y hasta de determinados principios básicos de la metodología didáctica y de evaluación en sus asignaturas.

Claro que, por otra parte, es bastante lógico que ni los docentes ni nadie confiemos en las leyes-maza de educación, que entran en vigor con fecha de caducidad: la del cese del gobierno que las promulgó o la del día en que pierde la mayoría parlamentaria. En efecto, me refiero a las tres últimas leyes orgánicas de educación españolas que se han sucedido en menos de diez años para derribar a la anterior. De ellas, hay que explicarlo, sólo la última no ha derogado la ley precedente, provocando un maremágnum en el que ni los inspectores saben aclarar determinado tipo de consultas sobre la aplicación del currículum y la vigencia de la normativa.

La LOMCE (Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la Mejora de la Calidad Educativa), conocida también como Ley Wert, “se limita” a modificar la LOE (Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación) para forzar, entre otras regresiones, la cuadratura de un triángulo muy poco constitucional: primero, el blindaje de la asignatura de religión católica dentro de la educación pública de un Estado aconfesional; segundo, la segregación por sexos en cierto tipo de colegios privados concertados (es decir sostenidos con fondos públicos); y, tercero, el controvertido derecho de las familias –del alumnado de la educación infantil, primaria y secundaria obligatoria– a elegir centro educativo público o concertado. Nada menos.

Comisión de Educación del Congreso de los diputados (1 de diciembre, 2016) 

Tras las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015 y del 26 de junio de 2016, y la amenaza de las terceras elecciones, evitadas in extremis; la distribución actual de escaños en el Congreso de los Diputados había dejado de ilusionarnos al país entero, me atrevo a afirmar. Cómo confiar en una cámara de representantes que necesita un ejercicio completo sólo para asumir la situación y formar gobierno. En esta semana la noticia del Pacto de Estado, Social y Político por la Educación vuelve a señalarse por la cortedad de unos, el ombliguismo de otros y el extremismo de los de siempre. Cuando una comisión parlamentaria dedica varios días a debatir qué nombre se le pone al texto del pacto que pretende alcanzar… ¿Nos damos por jodidos (perdón, quería decir “vencidos”) de antemano? 

La buena noticia es que, por fin, ha llegado la hora de actuar. Aquellos a los que les importa más el lucimiento asambleario que el pragmatismo necesario para legislar en un país democrático, aquellos que se empeñan en redefinirlo todo siempre, entorpeciendo el desarrollo de los debates, y aquellos que no son capaces de adherirse a una mera propuesta para formar un grupo de trabajo por cuatro palabras que no les gustan; todos esos van a salir retratados a diario como politiquillos de tres al cuarto, por muy nuevos y prometedores que se crean. Por lo que hemos visto en este asunto del Pacto de Estado por la Educación, la “vieja política” aún tiene lecciones que darles. Pero si luego no cambian de actitud en el Congreso ni hacen los deberes ni estudian en casa, ya les anuncia este profesor que es imposible titular como políticos de provecho.

Pink Floyd - Alan Parker. The Wall, 1982.
(La enseñanza española hace tiempo que osciló al polo opuesto)