TRIPLE SEC
Mi amiga Eva P. –Evita dinamita– catalogó esta ocurrencia dentro del culto al dios de las pequeñas cosas. Y yo sostengo que las pequeñas cosas y los encuentros fugaces matizan la vida más de lo que queremos admitir. Por cierto, la ocurrencia consiste en haber escrito, en mayo de 2012, sobre este encuentro de junio de 2001.
Caminaba por la Calle Zapateros con mi hijo, un renacuajo de pocos meses pegado a mí por medio de uno de esos marsupios. Ni yo sospechaba que transitábamos por delante del que, años después, sería su colegio; de modo que el renacuajo dormitaba apaciblemente, mecido por mis pasos, hasta que el calor de los últimos días de la primavera, junto con el de mi cuerpo, lo despertó. Cuando le susurraba algo tranquilizador, llamamos la atención de alguien que venía de frente, directo hacia nosotros.
El
hombre, de algo más que de mediana edad, de poco menos que de mediana estatura,
de vientre previsor, de piel bronceada con mesura, de pelo y mostacho
despeinados y entrecanos, presentaba otra característica que inmediatamente me
recordó al de otro encuentro ocurrido en Jerez años antes. Aunque el transeúnte
venía de frente y directo, su figura y su trayectoria rehuían la línea recta.
Al
tenerlo delante –dada su intención evidente de acercarse al pequeño, no traté
de esquivarlo– comprobé su porte, el buen tejido del polo, desabrochado hasta
el último botón, el corte de la americana y la bonita congestión que lucía. El señor
se irguió, me sonrió y, acariciando los finos pelillos del niño, interpeló sin
dejar de mirarlo: “Qué rubio tan guapo. ¿Cómo se llama?” (…) “¿Álvaro? Nombre
visigodo. Bien elegido.” Hasta ese instante, un encuentro fortuito y corriente.
Álvaro atraía a bastantes señores y a muchas más señoras.
Así
comenzó esta epifanía mixta, entre emocional y olfativa. ¿Quién era este tipo
tan arreglado y correcto que, rotundamente, venía de vaciar copas? ¿Y qué clase
de emanación, no puede decirse que fuese desagradable, era aquella que le aromatizaba
el aliento? Habría detalles más intrigantes en su persona. Sin embargo ese fue
el que me mantuvo más desconcertado desde el primer minuto. ¿Ginebra, ron? No.
¿Whiskey? No, claro que no. ¿Brandy, en este tiempo?
“¿Ahí
va cómodo el niño?”, preguntó con interés. Durante la breve exposición de las ventajas
e inconvenientes que hice del complemento porta-bebés, el interés del señor se
mudó a la explicación misma. “Usted no tiene acento de por aquí. Usted parece
andaluz. Un tanto castellanizado, pero andaluz. De Granada capital, ¿puede ser?”
Antes de explicarle nada sobre el habla diatópico de un servidor, dio por
sentado mi origen y continuó con sus pesquisas: “Residirá en Albacete por
razones profesionales, supongo.” Ni yo estaba dispuesto a dar tantas
explicaciones a un desconocido, por educado que fuese, ni él las necesitaba en
realidad; pero por cortesía no iba a quedar y alguna cosa le confirmé.
“¡Ay,
Granada! Yo he vivido largas temporadas en la ciudad. De hecho tengo allí un
palacete, en San Juan de los Reyes. ¿Conoce la calle?” (…) “Efectivamente. Pues
allí está, llegando al Chapiz”. Cuánto le satisfizo constatar que su evaluación
de mi acento había sido acertada. “Apenas me acerco por allí ahora, pero he
disfrutado mucho en mi juventud. ¿Vuelve usted a menudo?” (…) “Claro. Veo que
compartimos el mismo gusto. Yo también acostumbraba a pasear entre el bajo
Albayzín y el Realejo, siempre antes del aperitivo, y por el Sacromonte,
habitualmente al anochecer. No deje de hacerlo mientras el corazón y las
piernas se lo permitan”. ¡Diantre! ¿A qué olía?
En
Jerez fue fácil reconocer la mezcla de amontillado y de brandy en la que flotaban
las sílabas de aquel otro driblador de rectas. Necesitaba una dirección, no
recuerdo cuál. Lo que sí recuerdo nítidamente es la solitaria Calle Sevilla
bajo el sol de justicia de las cuatro de la tarde, en el mes de julio, y la inexplicable
discontinuidad de aquella cogorza de solera. No había tenido más remedio que
abordar al único alma en cientos de metros por más que se aproximara
tambaleándose no sin control, acaso bien ejercitado. El alarde culminó cuando
el hombre se estiró las solapas y carraspeó aclarándose la voz, mientras se
alisaba los rizos engominados de las sienes, para darme la indicación más clara
y correcta, en la sintaxis y en las maneras, que me han dado en castellano en
la vida. Ni qué decir tiene que, finalizada la explicación, volvió a lo suyo.
“¡Bueno,
hombre, bueno! Cuide mucho a esta criaturita”; dijo al propinarme la palmada condescendiente
de los capos italianos y de los viejos terratenientes, esa que abarca media
mejilla, la oreja y parte del cuello. “¿Cómo se llama usted?” Habría sido el
colmo que lo hubiese adivinado. “Ha sido un placer, Carlos.” Y, sin más
ceremonia, encadenó tres nombres propios seguidos de varios patronímicos renombrados
en la ciudad y la apostilla “Marqués de Larios. A su disposición”.
En
aquella época no sabía siquiera lo poco que sé hoy sobre las vicisitudes de la
Casa de Larios, por lo que ni creí ni dejé de creer a aquel personaje. Me quedé
mirando cómo se alejaba. Le llevó unos veinte pasos reanudar su movimiento uniformemente
rectífugo. Lo que siempre he admitido es que casi me convenció por la depurada
actuación y porque por fin creí haber dado con el refinado licor. Jamás he
vuelto a toparme con una melopea tan coherente y elegante como la de Larios.