Nadie
vive en Pradomira (2/4)
Mire, ya tenemos cuartillas.
¿Cabrá ahí la contestación? Dijo al
tiempo que dejaba dos bidones de plástico y un saco en el suelo.
Apretaré la letra y cabrá. Cuando la
pase a limpio tendrá otro aspecto.
Esté atento, para contestar después.
Por cierto, ¿cómo se llama?
Perfecto, Francisco. Estoy listo.
Siéntese y coja el bolígrafo, me lo
tendía con insistencia. No supo decir que no se fiaba del lápiz. No me hice de
rogar y cogí el bolígrafo. Un BIC de cuatro tintas que en su día fue el
no va más, allá por mi época de colegial.
Venga, que si esto acaba en casamiento
serán los primeros invitados.
El clamor unánime aseguraba que
gustosamente atenderíamos a la invitación.
Francisco, risueño como el que más, se
recostó en la hierba acodado en el brazo derecho mirando al monte. El grupo
enfrente. Sus perros, a los que nadie hacía caso, se repartieron entre nosotros
e hicieron lo propio con los ojillos muy cerrados, satisfechos por el almuerzo
de ese día. Fernando y yo cruzamos miradas divertidas. Los chicos se
incorporaron de su modorra desde el primero hasta el último. Yo seguía en pie
desbastando los filos de las cuartillas improvisadas.
Encarna, lees tú, ¿vale? Encarna
inició la lectura en tanto que yo me recostaba al lado de Francisco
compartiendo la postura y los dátiles.
La de Rosana no era la carta de una
persona vulgar, pero comenzaba con un tópico que obligaba a soltar una gran
risotada. Francisco celebró la ramplonería tanto como la hilaridad del grupo,
aunque habían quedado anticipadas de una manera eficiente cuáles podían ser las
aspiraciones amorosas del destinatario. La carta continuaba en tono sensible,
cariñoso y desapasionado. Alababa el natural de Francisco y se permitía
aconsejarle separar bien la amistad del sexo.
A Francisco se le dibujó una sonrisa
de picardía y de confusión. Reconocía el segundo sustantivo; sin embargo era
muy posible que nunca hubiese salido de sus labios ni de los labios de nadie
con quien él hubiese tratado. Seso, se dijo casi para sí como tratando de
articular aquel vocablo por vez primera y desde luego sin arriesgarse con la
equis.
Encarna continuó leyendo el amplísimo
catálogo de ocupaciones, verdaderas o inventadas, de Rosana. Francisco no se
perdía ni una coma. Para ahí. ¿Qué es eso que ha dicho: una oenegé?
Los bachilleres gozaron de lo lindo
explicando el mundo a un señor que no vivía ni fuera ni dentro sino un tanto
apartado de él. Aprovechando estas explicaciones en que podía relajar su
atención algo más, volvía a los dátiles con mayor dedicación.
Están buenos. ¿De dónde se sacan?
Esto crece en las palmeras.
¿En las palmeras? ¿Pero las palmeras
no son esos árboles tan altos que dan plátanos?
Sí, esos mismos. Pero hay palmeras que
dan dátiles.
¿Y cómo alcanzan a los dátiles?
La curiosidad de Francisco era tan
sincera que uno no podía soslayar ninguna pregunta. Creo que con unas cuerdas
sujetas a las manos y a los tobillos, trepan por las palmeras abrazándose al
tronco. Y desde arriba lanzan los racimos abajo. Veamos. Los de este paquete,
por ejemplo, vienen de Túnez.
Detuvo en el aire uno que estaba a
punto de introducirse a la boca. ¿Del África los traen? Preguntó asintiendo al
mismo tiempo con la cabeza por la exquisita importación. E igual que las
anteriores y las posteriores, la degustación del dátil se completó a bocaditos
delicados que parecían destinados a desmenuzar el sabor exótico hasta que sólo
quedara el hueso entre el índice y el pulgar. Cuando su atención retornó a
Encarna, empujé la bandejita para dejársela toda a él.
En un pasaje prolijo propio de un
consultorio sentimental, Rosana le hablaba de ser sincero sin excederse, por
pura precaución, y de tener iniciativa.
¿Iniciativa? Determinación para hacer
algo y hacerlo antes que nadie. Los bachilleres no lo hacían mal como
preceptores.
Y la sinceridad, yo no sé por qué la
menciona. Aparte del ganado, yo le dije que tenía algo de tierra y un chalé en
La Moheda, y es verdad. El chalé no está terminado porque no tengo tiempo de
dedicarme. Pero no sé, ¿qué les parece hasta ahora la muchacha?
Se ve que lo aprecia, por los
consejos.
¡Ah, sí! Somos muy amigos.
Trabajadora es un rato y sabe hacer de
todo. Esa sí que le haría el apaño aquí arriba. El presidente no ha dado con
ella todavía o ya la habría hecho ministra de trabajo.
¿Verdad que sí? Reía con gusto
Francisco. De pronto se interrumpió y nos pidió silencio con un gesto de los
dedos y la cabeza ladeada. El dueño de esto. Bajó por aquí esta mañana y ya
vuelve, dijo dirigiéndoseme en tono confidencial. No veíamos a nadie. Se
trataba de un ruido retirado aún y guardamos silencio. Es que esto no es mío.
Yo se lo tengo alquilado a su dueño. Le pago un dinero por estar aquí con los
animales. Y volvía la cabeza en la dirección por la que se aproximaba el ruido
de un motor.
Al fin apareció en el Camino de los
Voladores, por el lado izquierdo de la vaguada, un viejo Land Rover
blanco. Subía costosamente y a sacudidas, tratando de sortear los baches y las
rodadas más profundas de la pista.
Son los peladores. ¿No han visto los
troncos que hay en el prado?
Estos han estado dos días sin venir.
Al acercarse vimos las cuatro caras
curiosas de los peladores preguntándose qué sería aquel encuentro bucólico. En
el ángulo de la curva más cercano el único que hizo un movimiento escueto para
saludar fue el conductor, al que Francisco respondió con una casi involuntaria
flexión de la muñeca del brazo libre. Nosotros también participamos en el
saludo. Giramos los cuellos y los cuerpos hasta que el vehículo enfiló a la
casa y tomó la curva para Las Ericas.
A Rosana sólo le restaban dos puntos
últimos. Uno: que había otro amigo en situación más favorable para alcanzar su
corazón, por lo que le aconsejaba ponerse a la cola o buscar a una pastorcilla
mejor dispuesta. El otro: una particular receta para un noviazgo feliz,
con la que desorientó a su pretendiente de sierra adentro.
Con eso de la cola no sé muy bien lo
que ha querido decir.
Que tiene que esperar su turno, como
cuando va a la tienda y hay gente, explicó Encarna con gesto de disgusto por lo
que leía y lo que había de leer.
Francisco amagó una sonrisa que se
tornó en mohín al expulsar el aire contenido por la nariz inclinando la cabeza
hacia atrás. Conque tiene otro amigo.
Y dice que me busque a una
pastorcilla. Tiene gracia, ¿verdad?
Como discrepábamos, proseguimos. A
ver, Encarna. Sigue leyendo.
Ya acaba. La receta amorosa, honesta a
decir verdad, nos molestó pero contribuyó a superar el pasaje precedente con
nuevos comentarios. Los gramos, kilos y toneladas de respeto, comprensión,
tolerancia, amistad, ilusión, sinceridad, paciencia, determinación, amor y
romanticismo recomendados habían sido medidos tan bien que no dejaban lugar a
dudas. Sin embargo los reutilizaríamos para la carta de respuesta, aunque
sirviesen para lo mismo que la llamita de un fósforo en mitad de la noche.
Cuídate, Francisco. Hasta la vista. Un
beso. Rosana.
Y bien. ¿Qué les parece la muchacha?
Pues que está tan ocupada que necesita
unas vacaciones. Hay que invitarla a que venga a visitarlo. Isabel habló con
toda convicción y Mireille la apoyó.
Eso es lo que yo pensaba.
Yo iría a Ayna a verla y le daría una
sorpresa, salió José.
¡Menuda sorpresa! Estimó el coro.
Yo no puedo moverme de aquí. Tengo que
estar con el ganado. La semana que pasé en el hospital se me murieron once
animales. Sólo salgo de aquí cuando la cosa se pone demasiado fea, como cuando
cae una nevada fuerte. Entonces encierro el ganado, cojo los esquís y bajo al
valle. Por un instante olvidamos la cuestión cuando se nos cruzó la imagen de
Francisco deslizándose vaguada abajo sobre unos esquís.
Que sí. Que ahí tengo unos esquís que
me he hecho yo.
Tiene que venir ella, con el hijo.
Apuntó Antonio tras superar no sé cómo un ataque de risa más breve que bien
disimulado.
Eso es, el hijo. Por ahí hay que
entrar.
Muy bien. Luego nos ocuparemos del amigo ese.