Fatalidad ibérica
Apuntes de castellano y política peninsular (y II)
Resumiendo, decíamos que “eso es así”, en su elocuente brevedad, encierra un mensaje complejo y profundo que
impregna a los españoles espabilados, proporcionándoles una sentencia suprema
con la que apostillar y cerrar conversaciones estoicamente. La frase vendría a sintetizar
el pensamiento: “No seas tonto –o tonta– y no sufras. Resígnate porque eso es
inevitable”. ¡Qué sentencia! Por mí se la regalaríamos al doctor Martin
Seligman, para siempre, como muestra de cómo hemos verbalizado los españoles nuestra
“indefensión aprendida” (Helplessness, 1975). Así a nadie le
vendría a la mente ni a la lengua en este momento político, que nos aboca a las
terceras elecciones generales tras poco menos de un año de desgobierno.
Admito que el pueblo español –de la nobleza, el
clero y la alta burguesía abajo– ha sufrido suficientes calamidades históricas
como para entregarse a la resignación; pero aquellas no han sido más ni más
graves que las de otras naciones y estados europeos. La diferencia estriba en
que el absolutismo y las dictaduras del Estado español, fortificados con la
peninsularidad y la muralla pirenaica, nos han mantenido más aislados durante
más tiempo. Pero los viejos pretextos, la razón de estado de los déspotas y la
patria de los tiranos, ya no cuelan. Muy perfectibles aún en forma y
contenidos, la educación y la información llegan a todas las clases sociales en
el siglo XXI. Sin embargo, el fatalismo sigue socavando la confianza y el coraje
de los españoles para poner fin a todo lo que no funciona como debería. Y no es
que la gente no tenga claro lo que le gusta y lo que le disgusta; el problema
es que al español medio se le va la fuerza por la boca en el bar. Lo siento
pero eso es así.
Me explicaré. Hasta la llegada de la libertad de
expresión, hablar críticamente de las cosas importantes ha sido un acto
clandestino. El pueblo jamás ha podido desahogarse ni reclamar nada públicamente,
sin ser reprimido; y el Estado, con su arbitrariedad, ha inducido al pueblo a la
picardía para sobrellevar tanta fatalidad y auto-repararse por la injusticia
social. Es más, ha convenido mucho que el español medio sea pillo: que se cuele
en las colas, que hable a escondidas, que trapichee en negro, que no declare
todo su patrimonio, etc. La pseudo-máxima de que “todo el mundo tiene un precio
y quien no se corrompe es porque no tiene ocasión” todavía sostiene la
superestructura del poder y excusa las conductas escandalosas de los
gobernantes y de los pillos gordos del país. Incluso en democracia, lo último
que necesita un mal gobernante es que el pueblo sea crítico, educado e íntegro.
Luego pasa lo que pasa en las urnas.
Prácticamente en cualquier país civilizado y
desarrollado, las élites intelectuales y políticas proporcionan los modelos de
convivencia, exploran y proponen soluciones a los problemas y trazan el camino para
sus ciudadanos. Cuando se descubre que un alto cargo no es modélico, útil para
la sociedad a la que sirve, dimite o se le destituye; cuando queda probado que
un diputado o senador ha delinquido, no hay aforamiento que lo ampare. Cuando
un partido político no alcanza la mayoría absoluta en unas elecciones, existen
procedimientos para propiciar la formación del gobierno en plazos de tiempo
razonables. Pero “Spain is different”,
el Ministerio de Información y Turismo franquista tenía razón. ¿Nunca nos
cansaremos de manifestar esta enervante singularidad?
Hoy lo de menos es que nuestros políticos
profesionales hagan promesas falsas durante la campaña electoral y en la legislatura.
Lo irritante es que solo ponen empeño en ofenderse y, acto seguido, dicen que quieren
dialogar y pactar con los adversarios. Ni un colegial es tan tonto-de-remate. La
mayoría de los partidos tienen la creencia anti-política de que sostenerse y
hacer oposición al gobierno consiste en oponerse a todo cuanto proponga el
otro, aunque sus propuestas sean similares o las mismas. Los partidos de
izquierda, por ejemplo, se tratan casi con tanto desprecio como el que
gastan con el PP, la “Derecha Unida”
española. ¿De verdad pretenden gobernar así? Y aquí viene la puntilla: unos y
otros están arrastrando al país a la reedición del enfrentamiento secular de
las dos Españas; un dramático retroceso histórico después de que aquellos viejos
enemigos de la guerra civil y la posguerra se sentasen a la misma mesa para redactar
la Constitución española de 1978.
La capacidad de asombrar de estos lidercillos
nuestros parece inagotable. Ahora se acogen al espurio espíritu de la E.S.O. (Educación
Secundaria Obligatoria) –que no es tan mala, en realidad, pero ha sido aplicada
lamentablemente y con cuatro leyes educativas distintas– y pretenden promocionar a las
terceras elecciones generales con las asignaturas más importantes suspensas. Aspiran
a la permanencia, a toda costa, en sus cargos de partido y en las cámaras
representativas para las que han sido elegidos dos veces ya, pese a que no se
han ganado el sueldo en estos diez meses. No quieren asumir lo que el electorado
expresó el 20 de diciembre de 2015 y repitió el 26 de junio de 2016, lo cual agrava
la pretensión inmoral de hacernos votar por tercera vez. ¿Cuántas veces más
necesitarían? Está claro que, como todo sinvergüenza que cobra después de hacer
mal su trabajo, éstos quieren continuar viviendo del cuento indefinidamente.
"¡Eso NO es así!", gritémoslo como cuando estamos de cañas en el
bar o en el fútbol. El voto disperso del electorado ha rechazado el
bipartidismo ibérico, cuya mayor hazaña
ha consistido en sembrar el país de corruptos. La gente quiere que los
políticos dialoguen, que se forme un gobierno de coalición y que haya una
oposición constructiva. Pero ni la “vieja” ni la “nueva” política, con alguna
honrosa excepción, están a la altura del mandato. El grueso de los líderes y de
los cargos ejecutivos de los partidos han desperdiciado sus oportunidades y no
merecen la tercera. Deberían retirarse y ceder el sitio a otros más capaces
porque, si no, ¿qué se supone que tendríamos que hacer? En el caso de que llegasen
–lleguen– las terceras elecciones generales, con los mismos candidatos, qué tendría
que hacer el pueblo para hacer respetar su voluntad soberana. ¿Resignarse por
enésima vez e ir a votar con normalidad?
Si sufrimos –cuando suframos– ese déjà vu fatal, yo sugiero que los
votantes voten manifestando la indignación, suponiendo que haya gente indignada,
desde la ortodoxia ibérica si creen que se sentirán mejor así. Podemos recurrir
a nuestro catálogo de fatalidades típicas del país. Vayamos a los colegios
electorales pero no entremos. Rompamos las papeletas en la puerta. Tiremos los
pedazos al suelo. Orinémonos en ellos. Después, quien quiera que se fume un
porro, que se vaya de cañas o que se cuele en el cine… Con la dignidad intacta
y la satisfacción escatológica de haber desmenuzado y lubricado
adecuadamente los votos que, luego, la clase
política ibérica se pasará por el arco del triunfo.