Nadie vive en Pradomira (1/4)
Pradomira es una vaguada orientada
hacia el noreste por la que se accede, desde Collado Tornero, al Calar de la
Sima. El Camino de los Voladores, que deja el río Tús varios cientos de metros
engastado en el Estrecho del Diablo, se adentra en ella para refrescar a los
caminantes que sigan su ruta, bordeando el puntal hasta el suroeste, en
dirección a la Cañada del Avellano. Desde aquí el camino continúa por una serie
de barrancos sucesivos que llevan a la otra vertiente del calar, donde el río
Segura ha recorrido ya unos siete kilómetros acaudalado sobradamente con las
aguas del Zumeta.
Siendo últimos de junio, los helechos
y la hierba fresca que encontramos al encarar la vaguada parecían una
recompensa después de haber dejado atrás la sequedad de una ladera sureste. Los
muchachos con mejores piernas se habían adelantado, impacientes por encontrar
el manantial prometido, así que supusimos que los ladridos distantes que oíamos
desde que comenzamos a caminar paralelos al arroyo serían parte del protocolo
por la llegada de los excursionistas. Al ver a nuestra avanzadilla bajo la
sombra enorme de un gran pino solitario hacia el rincón del prado, donde el
terreno empezaba a inclinarse un poco más, el resto avivó el paso. Yo preferí
buscar el manantial. La vegetación y la tala de algunos pinos me habían hecho
pasar de largo.
Entre hierba alta y juncos brotaba un
hilo fino, suficiente, adentro del abrevadero. El sol se acercaba al cenit.
Hora de refrescarse y disfrutar del paraje. Pacientemente, complacido con el
chorrillo espacioso, rellené los tres litros de mis dos botellas. Bebí
tranquilamente. Me reuní con el grupo y les obsequié con un poco de aquel
frescor. Entonces empezó el almuerzo.
La casa de Pradomira
Desde el pino veíamos deleitados la
alfombra de hierba húmeda resbalar vaguada abajo hasta un punto en el que la
fronda de ambas laderas trepaba por una uve suave. Más allá, al otro lado del
estrecho del río, se elevaba el Puntal de la Escaleruela: de no haber cambiado
de planes deberíamos haber pasado justo por debajo camino de la Laguna de
Siles. Y más arriba sólo el lienzo monocromo del cielo.
Nuestro campo estaba ubicado en la
parte interior de una curva muy cerrada de la pista por la que habíamos
llegado. A menos de cien metros a nuestra izquierda ésta desaparecía de la
vista curvándose para ascender a Las Ericas. Pero antes de eso enfilaba a una
casa levantada en una zona clara de bosque a unos diez metros por encima del
arroyo. A ninguno le pasó inadvertida. Quién viviría en ella.
La casa no tendría ni luz ni agua
corriente. Sin embargo era una casa grande, rectangular y enlucida. Fuera tenía
dos cercados toscos y a unos pasos por detrás el bosque de nuevo. Y desde luego
había perros guardándola aunque no se vieran.
Mirad. Ha salido un hombre de la casa,
exclamaron dos muchachos a la vez.
El hombre del transistor
Un hombre bajaba de la casa. Tres
perrillos de pelaje color canela lo precedían. No eran unos ejemplares
amenazadores. Parecían más preocupados por seguir el paso del amo que por los
extraños tumbados en el pastizal. El hombre caminaba de esa manera pausada y
firme del que sabe que no necesita apresurarse para llegar a un sitio. El
cuerpo, ni recio ni enjuto, se cimbreaba asegurándose un apoyo estable a cada
paso por el abajadero. Curiosamente, la figura me recordó el hilillo de agua
del manantial que con toda su levedad mantenía rebosante el abrevadero del
prado.
Viene aquí. Nos va a azuzar los perros
y veréis qué rápido bajamos. No le gustan los intrusos. Viene a cobrarnos la
sombra. No, va al manantial. Ese se cargó bien anoche y ahora... Sí, viene
aquí. Cada cual tuvo que fantasear.
A pocos metros el hombre representaba
casi una docena de lustros. Apacible y gentil en los ademanes, a pesar de la
suciedad de su ropa de trabajo, se dejó saludar primero.
Buenas tardes, dije resumiendo los
saludos de mis compañeros.
Mejor buenos días. Todavía hay día, me
contestó. Su respuesta era natural. Él no tenía otro reloj que el sol y estaba
en las once. Los perrillos dieron unas vueltas olisqueando a los visitantes y
se tumbaron dentro de la sombra sin rozarnos.
En la mano izquierda sostenía un
transistor encendido a un volumen casi imperceptible para los que habíamos
estado intercambiando bromas chillonas. ¿Adónde van por aquí?
Queremos subir al calar y dejarnos
caer a la sima. Sólo para que estos jóvenes la conozcan. Se nos ha echado la
peor hora encima y estamos descansando aquí.
Pues muy bien. ¿Y de dónde vienen si
puede saberse?
A decir verdad cada uno venía de un
lugar. Titubeamos un poco y terminamos por decir que veníamos de un instituto
de Hellín y que estábamos celebrando el fin de curso haciendo algo de
ejercicio. ¡Sí, desde luego que sí! Se oyó por detrás la protesta.
No, si lo que yo les pregunto es que
de dónde han salido esta mañana. ¿Del Vado?
Sí, estamos en el camping.
Ah, pues muy bien, hombre. ¿Y cuándo
vuelven?
Mañana. Pasaremos el día en el río y
nos volveremos a casa.
No, yo digo hoy. Al camping.
Ah, no sé. Esta tarde, calculo que
cerca de las siete.
El hombre del transistor chasqueó la
lengua. Entonces ya va a ser muy tarde.
¿Que va a ser tarde?
Sí. Es que tengo ahí cuatro perdigones
y se me van a morir si no vienen a por ellos.
Si quiere, podemos darle el recado a
quien usted nos diga.
No, pero ya tan tarde se me habrán
muerto. ¿No llevan ustedes teléfono?
Casi todos llevamos. Pero, aquí
arriba, lo más seguro es que no sirvan.
Si pudiéramos llamar para que vengan a
por los perdigones. Pero tiene que ser ahora, y sacó un pedacito de papel del
bolsillo de la camisa. Yo no sé si cuando vuelva a la casa no se habrá muerto
ya alguno. Me los encargó uno de Hellín. ¿Me han dicho que venían de Hellín?
Entonces conocerán al del bar El Tolmo.
Sí.
Pues para ése son. Pero como no venga
en un par de horas, se me mueren.
¿Ve? Desde aquí no se puede hablar. No
tenemos cobertura.
Qué lástima. Se van a morir. ¿Qué le
vamos a hacer?
Si aguantaran, llamaríamos esta tarde
al llegar al Vado.
Sí, pero no van a aguantar. El hombre
se calló, apenado verdaderamente. Su expresión me conmovió tanto que me prometí
no olvidar aquel rostro. Aquella tez curtida, perfectamente afeitada donde
correspondía, ni excesivamente arrugada ni ennegrecida en absoluto. En
contraste, el pelo blanco y arremolinado en el flequillo. El gesto amable. La
boca con sus dientes trabajados por el tiempo y la lejanía sanitaria. Y los
ojos, de iris claros como el cielo sobre nácar. La mirada, la de un hombre
transparente. No habría hecho falta la promesa.
El hombre apagó el transistor e
interrumpió el almuerzo por segunda vez. ¡Oigan! ¿Se llevarían ustedes medio
cabrito? Porque les gustará el cabrito, ¿no?
Creo que todo el grupo dejó de
masticar lo que tuviera en la boca. ¿Medio cabrito?
Sí. Lo mato y se lo preparo para
cuando pasen de vuelta. ¿Se lo llevarían? Yo puedo comerme medio, pero qué hago
con el otro medio sin nevera ahí arriba.
Probada la ineficacia de los móviles,
los de tercera generación también, en plena sierra; deseaba poderle servir en
algo al hombre. ¿Pero qué íbamos a hacer con medio cabrito a cuestas por el
monte y con aquella temperatura?
No se preocupen por eso. Se lo
envuelvo bien dentro de un saco y se lo llevan para la cena de esta noche. En
el camping se lo pueden asar. ¿O qué? ¿No les gusta el cabrito? No teníamos más
argumentos que el de la caminata que aún nos quedaba por delante y, exagerando
un poco, el que algunos ya no pudieran tirar ni de su ración de agua. ¿Entonces
qué? ¿Lo mato? Por salir del atolladero, empecé a preguntar a los jóvenes confiando
en que fueran ellos los que dijeran que no. Así fue exactamente aunque por
gestos. Ninguno quería decir que no.
Bueno, ustedes se lo pierden. Ahora
que si hubieran querido, a mí no me habría costado ningún trabajo matar el
cabrito. Yo me apaño bien para comerme medio. Pero el otro medio se me
estropearía y sería lástima. No se hable más. ¿Saben a cuánto está la carne?
¿La de cabrito dice usted? La verdad,
no.
¿Puede ser que esté a ochocientas?
Ni idea.
¿A mil quizá?
Sí, puede ser que a mil pesetas sí
esté, por lo menos en el mercado de Hellín, nos salvaba mi colega Fernando.
A mil. Entonces, como la mitad del
cabrito tendrá un poco más de cinco kilos, yo se lo dejo en cinco mil y ya
tienen cena. Totalmente desarmados eludíamos responder. Ya, ya, que no les
gusta. Eso tiene el estar aquí arriba. Si no me doliera esta pierna, tocándose
la izquierda. El otro día me dio un topetazo un animal y me hizo daño aquí.
Menos mal que vino uno de La Moheda a verme y llamó a la ambulancia. Me golpeó
por aquí. Ya estoy mejor, pero me duele todavía. Así que no quieren cabrito.
Pues bueno, hombre.
Rosana
Habíamos terminado los bocadillos y
empezábamos a dar cuenta de la fruta. Después pasamos a las galletas. Yo saqué
un paquete de dátiles que ofrecí a la compañía. ¿Quiere usted dátiles?
¿Esto?
Sí, coja.
Bueno hombre, gracias.
¿Le podemos echar pan a los perros?
Preguntó una joven.
No les echéis tanto. No porque no se
lo coman. Es que os vais a quedar sin nada y aún os queda camino.
Si ya no podemos más. Estos bocadillos
tenían demasiado pan.
Échales entonces, que no van a dejar
nada. Voy a coger otro.
Claro que sí, hombre. Coja los que
quiera. Le acerqué el paquete de los dátiles.
Agotadas sólo sus dos primeras
cuestiones, nuestro amigo quería charla. Por nuestra parte, teníamos todo el
tiempo para escuchar la siguiente ocurrencia.
¡Qué mozas más agradables vienen!
Son guapas, ¿eh? Espoleaba Pipo.
Sí son guapas, sí. Y jóvenes.
Pues nada, si le gusta alguna, se la
dejamos aquí y que le ayude con el ganado y lo demás.
¡Vete por ahí, Pipo!
Tú, ¿no querías ser pastora?
¡Cállate ya!
Yo me hablo con una muchacha. Se llama
Rosana. Es enfermera. La conocí en el hospital de Hellín. Hicimos muy buenas
migas. Hablamos mucho allí y se portó muy bien conmigo. Lo que pasa es que ella
es de Ayna. Vive con los padres y tiene un hijo de seis años. El otro día me mandó una carta. La tengo arriba. ¿Querrían leérmela? Le centelleó la mirada.
Afectando una curiosidad escasa le
contesté: si a usted no le importa que nos enteremos de sus asuntos.
¿Qué me va a importar? Yo entiendo
algo, poca cosa. La letra está muy apretada y no me aclaro. Además, como
ustedes son turistas y no me conocen ni yo los conozco, no me da vergüenza. Con
la gente de la aldea es otra cosa. Se reirían de mí y no quiero yo que se
enteren. Uno de vosotros, ¿me la leéis?
Vamos, sí.
¿Quién la lee?
Mientras, voy a buscarla. Ah, si
leyendo oyesen alguna cosa que no fuera conveniente... Yo confío en ustedes. No
me gustaría que se enterasen en los alrededores y en el camping menos todavía.
No se preocupe que nadie se enterará.
Me hacen un favor. Ahora vengo. Aún se
volvió otra vez. Y cuando la hayamos leído, ¿me escribirían unas letras para contestarle? Estaría bien, ¿no?
Tocado. Este hombre lograba conmoverme
con poco esfuerzo. Estaría muy bien, pero en qué vamos a escribir. Yo tengo
lápiz pero no tengo papel.
¿Le valdría un saco de piedras de sal?
Creo que no. Un momento, tenemos
barritas energéticas. Puede que nos apañemos con el cartón de las cajas.
Entonces sólo falta la carta. De modo
que hombre y perros regresaron por donde habían venido hasta la casa.