CLAROSCURO
Relato de un encuentro en la Sierra del Segura en el otoño de 1992, escrito en octubre de 2003, perteneciente a la colección: La teoría del polvo. Cuentos de las Sierras de Alcaraz y del Segura. Sirva este claroscuro narrativo, en el que convergen dos de mis aficiones, como complemento de la declaración de intenciones de la primera entrada.
Por el sureste seguían entrado nubes de llovizna que enseguida se deshilaban rociando los collados y los barrancos. La capa comenzaba a calarse y las rachas del aire iban ateriéndome. Era magnífico presenciar cómo el monte volvía a empaparse de agua. La piel, por el contrario, hacía rato que se había saturado con tanta hidratación. Afortunadamente, ya me encontraba en un paraje coronado por un pico conocido que asomó fugazmente entre la niebla que se descolgaba. Haría una parada de avituallamiento a la primera oportunidad de guarecerme. Pasados por agua, aún quedaban galletas y queso dentro de la mochila.
Otra lengua de niebla me lamía por
enésima vez cuando topé con el paramento de un cortijo cuya techumbre parecía
sólida aún. Arreciaba. Rodeé la construcción hasta dar con la única abertura
que tenía, mal cerrada con una portezuela de pino semipodrido; en el umbral,
dos hachas tumbadas formando una cruz con el filo hacia las nubes.
Casi a pulso hice girar la portezuela
sobre los goznes herrumbrosos. Al fondo de la estancia, había un hombre detrás
de un fuego. El rostro apenas se le adivinaba. Pasé y cerré.
Buenas tardes, amigo, aunque sólo sea
por decirlo. ¡Qué lumbre tan buena! El hombre no respondió. ¿Puedo acercarme?
Mudo e inmóvil, me hizo temer no sabía qué. Si no le importa, voy a secarme y a
comer un poco. Nada por respuesta. Aquí tengo queso. ¿Quiere?
Entonces, empezó a mover los labios,
seguramente para que yo supiera lo que rezaba y le dejase terminar: … que el
granizo no caiga sobre estos sembrados. Que
la piedra se vaya para otros poblados. Que los rayos caigan en los pozos. Que
el Señor no nos dé Su enojo. Que criemos bien a nuestros hijos, y a nuestro
ganado. Díselo Santa Bárbara, que estás a Su lado. ¿Es usted soldado?
¿Yo, soldado?
No lleva fusil.
No, claro que no.
¿Pistola?
No, tampoco.
A ver debajo de la pelliza, inclinó
la cabeza apuntando con las cejas y la nariz a mi forro polar.
Tranquilo, amigo. Lo único que llevo
es mi navaja y la suya es un palmo más grande.
¿Cómo ha pasado a esta parte de la
sierra?
Pues no lo sé bien todavía. Casi no
veía nada con la niebla. ¿Por qué ha pensado que era un soldado?
¿Por qué va a ser?
Eso le pregunto, por qué.
Usted tiene pinta de militar,
explicó señalándome las botas y los pantalones de montaña con la faca en la
mano. ¿De dónde sale? ¿Cómo es que no está en la guerra?
¿Qué guerra?
¡Leche! ¿Qué guerra va a ser? La
guerra de Socovos.
¿La guerra de Socovos? ¿De qué me
habla usted?
No se entera, ¿eh? Que tenemos la
guerra aquí al lado, en Socovos. ¿Cómo se le ocurre asomar las narices por
aquí?
Me está tomando el pelo. No sería la
primera vez que lo intentan por estos contornos, pero no puede seguir
pretendiendo hacerme creer esa patraña. ¡Venga, hombre! Vamos a hablar de otra
cosa.
¡Hablar de otra cosa, como si se
pudiera hablar de otra cosa! Ocho semanas sin transistor, escondiéndome de
cualquiera que me se arrimase a menos
de cincuenta pasos y ahora me sorprende uno que no tiene ni idea de la guerra.
¿Usted no se enteró de cuando los yugoslavos entraron a tiros en Socovos? No
hablaban más que de eso hasta que me se
acabaron las pilas del transistor. Y yo que creía que no vería otra guerra.
Aquella principió en La Graya y me pilló a mí de mozuelo. Ahora que esta, con
mis años, no creo que la sobreviva.
¡Está hablando en serio! No hay
ninguna guerra en Socovos. No lo entendió bien. Lo que usted oyó fue Kosovo, la
Guerra de Yugoslavia, en los Balcanes.
¿La guerra es en Yugoslavia? ¡Ay, mi
madre! Cuénteme entonces.
Después de una explicación
simplificada y de infinitas preguntas, el hombre se aflojó. Se llevó a la
frente el anverso de la grandísima mano con la que sujetaba un torrezno y
suspiró una vacilante sonrisa de alivio. Ya me parecía que lo decían raro por
la radio. Entonces es Kosovos, ¿no?
No, Ko-so-vo. En Yugoslavia.
¿Y lo de los balcones?
Los Balcanes, una región.
Ya. Que no es que se peguen tiros de
balcón a balcón. Le digo una cosa: habiendo conocido la guerra no me extrañaba
en absoluto. Pero, claro, tampoco ha habido ningún aviso en el cielo. Decía mi
madre que un año antes de la guerra se vio una lluvia de estrellas como no se
había visto otra igual.
A su silencio contestaban el aguacero,
la lumbre crepitante y el envoltorio de las galletas. Puede que me asome por
ahí abajo en unas semanas. Dejo pasar lo que queda de octubre aquí en lo alto y
luego veré ande andan mis animales,
los que queden vivos.
Despreocupado, peroró de cuanto
quiso. De los mayos, de las lumbrenarias de San Juan y de las fiestas de Yeste,
de los níscalos y de las patatillas de monte, de las ánimas y de los
excursionistas como yo, de la sequía, de las tormentas y de las primeras
nieves, que no tardarían mucho ya. Por poco me hizo olvidar que todavía me
quedaban unos kilómetros de marcha.
Bruscamente, se puso en pie y fue a la
puerta. La abrió y deslizó su corpachón entre las jambas. Ya escampa, gritó
desde fuera.
Recogí y salí. No reconocí la figura
del anciano corpulento que me sacaba más de una cabeza y que se afanaba en
secar bien el hierro de las hachas. No parece usted el mismo de ahí dentro.
No, joven. Me ha traído las mejores
noticias que puedan oírse. Así se desencoge cualquiera. Sí va a ser verdad que
Dios existe. Él no permitiría que volviéramos a ver otra guerra. Pero aparte de
eso, ahora que lo veo bien, ¿sabe usted cómo sé
yo que Dios existe, vaya, que tiene que existir?
Dígamelo. Me gustaría saberlo.
Viendo la cara de la gente. Con tantas
personas como habrá en el mundo, ¿sería posible que cada una tuviera una cara
distinta si no hubiera Dios? ¿Usted qué piensa?
Nunca me lo he planteado así. Pero a
lo mejor tiene usted razón. Otro día que esté raso le diré lo que pienso.
Adiós, buen hombre. Y no tarde tanto en bajar a la aldea. Estarán preocupados.
O contentos con mis cabras.
Luminarias
ResponderEliminarTienes razón, Marcelino. Muchas gracias.
ResponderEliminarBien dicho es "luminarias". Pero en su momento tomé la decisión de usar el vulgarismo para representar mejor el habla. Según el libro Mentalidad y tradición en la serranía de Yeste y de Nerpio (Instituto de Estudios Albacetenses, 1992), para La Candelaria y San Blas, en las aldeas se encendían "lumenarias" (de memoria, por error, yo lo escribí aún más deformado). Con motivo de la celebración del fin de la impureza de la Virgen tras el parto, los mozos gastaban bromas, las mujeres preñadas rogaban por un buen parto y había quienes saltaban por encima de las llamas exclamando: "¡Para que crezca el grano!". Lo que no sé, me has hecho dudar, es si a las hogueras de San Juan se las llamaba luminarias también.
Para la edición y publicación en papel (ojalá llegue algún día), lo corregiré. Aquí lo voy a dejar tal cual está para que tu comentario se quede también.
Un abrazo.