CODICIA y LÁMPARAS MARAVILLOSAS
Queridas
niñas, queridos niños… Os propongo un cuentecillo sobre la codicia, un pecado
capital practicado con excesiva indulgencia y con el agravante de la comezón
por el lucro inmediato, es decir: el enriquecimiento logrado no por medio de la
industria sino de los artificios financieros. La historia es producto de una de
las lecturas más cautivadoras de mi vida, de una curiosa conversación con un
comerciante sirio en el bajo Albaicín –en Granada– y, por supuesto, del sueño.
La narración del genio de la lámpara
forma parte de Vigilia fantástica y Apócrifo de Benengeli (Ediciones de la
Diputación de Albacete – Colección de Narrativa. I.S.B.N.: 84-86919-40-1) y de
la colección Mucho Cuento (Certamen de
Relatos Hiperbreves – Editorial Acumán, Toledo. D.L.: AB-244-2000).
LA HISTORIA VERÍDICA
DEL GENIO EMANCIPADO
Siendo
niño ya me resistía a creer los cuentos de hadas y brujas y las historias de
duendes, genios o fantasmas. Por eso no terminé de creerme, aunque me
fascinase, aquella leyenda que cuenta cómo el viejo y sabio rey Salomón, hijo
de David, ejerció uno de los dones más valiosos recibidos de Dios sobre los
genios de la tierra. Refiere esa historia fabulosa que los genios habían
enojado al rey sublevándose contra él cuando éste les exhortó a adorar al Dios
Único y a renunciar al culto de los pueblos idólatras. Como quiera que se
negasen a obedecer, el rey Salomón lanzó a sus ejércitos contra los que formaron
los genios y los infieles. En la cruenta batalla combatieron los hombres contra
los hombres, los genios rebeldes contra los genios fieles y hasta las fieras y
las aves lucharon unas contra otras. Pero la victoria había de ser para las
huestes leales. Fue entonces cuando el profeta de Dios recordó que debía honrar
a quienes le obedeciesen, por su sumisión, y que poseía el poder de encerrar a
perpetuidad a cuantos le desobedeciesen. Así pues Salomón encerró a los genios impíos
en jarras de bronce que selló con plomo y arrojó al mar. Esta es la razón por
la que a veces, en otros cuentos, los pescadores encontraban entre las jábegas
una jarra de bronce de cuyo interior podía salir, si se rompía el sello, una
persona espantosa de talla elevadísima, la cual, creyendo que Salomón aún
vivía, exclamaba <<¡Perdón! ¡Perdón, profeta de Dios!>> y casi
siempre se sometía a la voluntad de su libertador y cumplía sus deseos; pero,
como el conjuro era poderoso y permanente, muchas veces se volvía a sublimar
involuntariamente hacia el interior de la jarra, que quedaba desprecintada ya
para siempre.
Ahora, que me creo menos ese tipo de historias pese a que siguen fascinándome, quiero contaros lo que vi y oí una madrugada al salir de la modorra que me había invadido mientras leía en la biblioteca de mi casa. Intentaba vencer ese sopor profundo para irme a la cama cuando el oído me indicó la dirección de la que venía un murmullo bisbiseante. Pesadamente, giré la cabeza lo suficiente para distinguir dos figuras en la penumbra: una inmensa que apenas cabía en la estancia y que sostenía a la otra, minúscula, sobre la palma de la mano y le hablaba en voz muy baja.
¿Sabes, muchacho? Estos tiempos están tan necesitados de sosiego.
Verdaderamente, echo de menos otras épocas, cuando la gente sabía escuchar las
viejas historias y todavía confiaba en que, un día, podría ocurrirles algo
fantástico a ellos mismos. Pero hoy no queda ni esperanza ni imaginación. Ni
siquiera para pedirme deseos. No tengo que ir muy lejos para ponerte un ejemplo.
Al final de la última guerra que ha conocido el Golfo Pérsico, había un soldado
licenciado que barzoneaba por los arrabales de Bagdad. Era época de gran
carestía y de no poco peligro, no todo proveniente de los reinos enemigos. A
este pobre tullido, y por ello licenciado, lo echaron del barracón en el que
él, su mujer y sus tres chavales moraban junto con otras nueve familias de
sargentos. Tuvo, pues, que ponerse a buscar un techo por las afueras de la
ciudad, entre cascajos y vehículos abandonados. En esto que, buscando y
rebuscando, lo encandiló un destello resplandeciente de mi lámpara, que aún no
acierto a adivinar lo que hacía en un lugar tan sucio y alejado de las
escaleras que parten del jardín a la última sala de la Cueva de las Maravillas,
que es su sitio de retorno. Supongo que, como es costumbre, se frotó los ojos e
inmediatamente la alzó para esconderla en su pecho. Echó a correr y se alejó de
la Ciudad de los Creyentes adentrándose en el desierto. Como no vería bien el
material del que estuviera hecha mi pequeña pero conveniente lámpara, sopló
para quitarle el polvo y todavía, con la manga, frotó el metal hasta hacerlo
relucir.
¡Tras
ciento sesenta y nueve años me invocaban a solidificarme! Normalmente me
materializo bastante sonriente pues no suelen transcurrir menos de quinientos
años entre servicio y servicio. Esta vez no estaba preparado. Con tanto jaleo,
además, no me apetecía nada salir. ¡Pero, chico! Son los gajes del oficio, y
contesté huraño:
- Habla, amo Nardin. Tu palabra me hará siervo tuyo. Pídeme lo que quieras.>> Es la fórmula habitual. Entre el susto, mi voz ronca y el llamarle yo por su nombre aquel pobre diablo se quedó mudo al principio. <<Soy el genio de la lámpara del Jardín de las Maravillas. Pídeme cualquier cosa que desees y tu petición será obedecida.>>
Saliendo ya del shock, y perdona el barbarismo pero es que me hace tilín esta palabra del Imperio de Occidente, me respondió aquel hombre:
- Habla, amo Nardin. Tu palabra me hará siervo tuyo. Pídeme lo que quieras.>> Es la fórmula habitual. Entre el susto, mi voz ronca y el llamarle yo por su nombre aquel pobre diablo se quedó mudo al principio. <<Soy el genio de la lámpara del Jardín de las Maravillas. Pídeme cualquier cosa que desees y tu petición será obedecida.>>
Saliendo ya del shock, y perdona el barbarismo pero es que me hace tilín esta palabra del Imperio de Occidente, me respondió aquel hombre:
-
¿De verdad eres el genio de la lámpara?
-
Sí, amo.
-
¿Y puedes procurarme lo que yo te pida?
-
¡Sí, claro! ¿Qué quieres? ¿Comida? ¿Mujeres? ¿Oro? ¿Perfumes? Todo cuanto seas
capaz de formular en un solo deseo puede ser tuyo.
Empezando
a perder el miedo, dice Nardin:
-
¿Es eso cierto?
-
¡Sí, hombre, sí! Tan cierto como que no hay nada ni nadie más grande que Dios
en el Universo. ¡Pero pide, hombre! ¡Que no tengo todo el día!>> Esto lo
dije para darme tono.
-
Está bien, genio. Yo y mi mujer y mis hijos necesitamos una casa, pues acabamos
de quedarnos sin nuestro pedazo de techo del barracón del Regimiento de los
Leones de Bagdad.
-
Oír es obedecer, amo Nardin.
-
¡¿Sí?! Bueno, ¡espera! Mejor aún: que sea un chalé.
-
¿Un chalé?
-
Sí, un chalé con jardín...
-
¿Con jardín?
-
... y piscina.
-
¿Un chalé con jardín y piscina?
-
Sí, y con un huerto de frutales y frescas hortalizas, y una acequia que lo
cruce y... Un Mercedes aparcado en la
puerta y...
-
¡Voto al Profeta, Nardin! ¿Es que no tienes mesura?>>, tuve que decirle
al muy codicioso.
-
Pues ¿qué quieres que te diga, genio? Dicen que cuando la fortuna a tus puertas
está, has de abrírselas de par en par; y que por eso la ocasión la pintan calva
o con un solo mechón. ¡Y qué gran verdad es, ahora que me fijo en el que llevas
en la coronilla!
-
¿Conque esas tenemos, eh? Pues he aquí tu deseo, amo imprudente y descarado.
Y
de una poderosa palmada lo mandé a Almería, donde ahora trabaja en un vivero,
rodeado de todo lo que pidió y liberado de la onerosa carga de su familia.
-
¿Y sabes por qué has conjurado mi ira?>>, le dije mientras volaba.
<<Insensato, me pides un chalé con jardín, piscina, huerto y acequia… ¡A
mí! A un pobre genio como yo, de descomunal tamaño, que sin embargo se aloja en
apenas un soplo escaso de aire. ¡Vete a disfrutar de tu nueva vida en el otro
califato, que ya es bastante don no sólo para ti sino también para tu mujer y
tus hijos, puesto que no puede haber peor desgracia en una casa, por venir de
dentro, que la codicia!
Lo
último se lo oí una vez al Rey Sabio mientras impartía justicia a las puertas
de su magnífico templo. Sí, amigo gnomo, dale un huevo al codicioso y te pedirá
la gallina. Lo que me recuerda otra historia verídica que... mejor te contaré
otro día.
El genio y su amigo, al que le
colgaban las piernecitas de la gigantesca mano, repararon en mi presencia ya
plenamente consciente, me miraron y bufaron malhumorados. El gnomo le dijo al
genio <<Vámonos. Mañana te llamo y me acabas de contar...>>. Luego
me miró atravesándome con sus ojillos y añadió <<Sin in-ter-rup-cion-es>>.
Se estrecharon las diestras no sé cómo y al instante desaparecieron de mi
vista. El gnomo saltó desde la palma de la mano del genio al suelo, pero justo
antes de tocarlo su cuerpo se desintegró en una miríada de chispas que
destellaron como la purpurina. El genio se sublimó en una columna de humo azul
que, a su vez, retrocedió hasta el interior del segundo volumen de Las mil y una noches. Yo me levanté del
sillón, eché a andar dando tropezones y me fui a la cama a seguir soñando mi
sueño.
Genie. By Jeff Read |
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