Foto: El Mundo (09-03-2010) |
Me
apostaría la paga extra –aunque no hace falta apostar para que te la sisen,
siendo un asalariado– a que, sin haber leído el célebre exordio de Historia
de dos ciudades, de Charles Dickens, casi todos los españoles podríamos
parafrasearlo convincentemente. Sería algo así como: “Aquellos años fueron los mejores y los peores tiempos de nuestra
historia, un periodo de sabiduría y de estulticia, la época de la fe y de la
incredulidad, la estación de la luz y de la oscuridad, la primavera de la
esperanza y el invierno del desaliento; en que parecía que lo teníamos todo
pero, en realidad, no había nada para nosotros porque, después de que el
Ibex-35 hubiera tocado el Cielo, el país entero fue condenado a descender al
Infierno”.
En
cristiano: nuestra travesía democrática no nos ha conducido a la tierra prometida sino a un espejismo
decorado con cornucopias y oropeles de cartón-piedra que, para colmo, los
embaucados tendremos que pagar a plazos con hambre, sudor o lágrimas por tiempo
indefinido. Mientras, otros seguirán gozando por defecto del divino perdón o del
derecho al rescate cada vez que les haga falta, aunque se hayan arruinado
solos o hayan arruinado a su clientela. Me refiero a los altos directivos y
ejecutivos del sector privado y del sector público, que no pueden perder sus indecentes bonificaciones, a los bancos, a los clubes
de fútbol grandes, a los grandes defraudadores y evasores fiscales, a las
compañías hidroeléctricas, a los promotores-concesionarios de autopistas de
peaje y a todos los demás intocables del país.
“Mire
usted”, dirán, “hay que arrimar el hombro si queremos que España sea fuerte y
próspera. Hace falta sacrificio y compromiso democrático”.
¡Alto,
alto, alto ahí! Con la democracia y el sacrificio selectivo hemos
topado.
Hace algún tiempo empecé a montar mi propio
rompecabezas con respecto a la democracia española. En estos años críticos, me
he acordado mucho del notorio “todo está atado y bien atado” del General
Franco. Esta recesión cronificada y nuestra necrosada corrupción han
relativizado públicamente la ejemplaridad absoluta de la Transición española; así
que me reafirmo en que, en estos tiempos en que además han resurgido las
maneras tardo-franquistas, Giuseppe Tomasi di Lampedusa –el autor de Il
Gattopardo– podría proclamar con argumentos renovados que las clases
dominantes necesitan cambiar algo "para que todo siga igual”. Y
creo que ese algo, ya instalado en buena parte del lado occidental del
Telón de Acero y que proporcionaba tan eficaz blindaje ideológico para el
capitalismo, había de traerse a España a la muerte del dictador para que todo
lo importante siguiera igual aquí también. Hasta no hace tanto, sólo insinuar
que algo de esto hubiera sucedido así era deslealtad antidemocrática.
Efectivamente,
la "democracia" es un concepto y una palabra inviolable
dialécticamente so pena de anatematización. Sin embargo cualquier
"demócrata" puede violar el estado de derecho democrático en función
de sus influencias y de su poder económico, acogiéndose a los laberínticos
resquicios legislativos, ejecutivos y judiciales. Sin duda, a partir de la
etimología, el presidente Lincoln bordó una definición tan ilusionante como
falaz: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En la
práctica, esta democracia ha demostrado ser otra cosa. Si se me permite la
redefinición (sé que no), la democracia parece ser el sistema
político-económico que ampara más disimuladamente los intereses de los poderes
conservadores-liberales-reaccionarios, permitiéndoles aliviar la conciencia,
gracias a la cesión de pequeñas parcelas de libertad y de poder y a la
dosificación de cierto grado de bienestar social a través de los servicios
públicos.
Sostener
en enero de 2015 que la democracia española es muy perfectible suena ya a
perogrullada. Incluso así, protestar por el hecho es aún motivo de reprobación
hacia los atrevidos, los llamados “anti-sistema” o “populistas”; no sé si consuela que todavía no se les llame traidores,
como hacen en China o en Rusia. Pero, a la vista está –de quien quiera verlo–
que la fragilidad y la precariedad de las democracias, en Europa y en todo el
planeta, son directamente proporcionales a la volatilidad de las bolsas, esos
nuevos templos idólatras del oro, del petróleo, de las stock options,
etc. En los periodos de gran precariedad no es posible el disimulo. Y lo
curioso e insultante es que ni se intenta.
Mariano Rajoy con Xi Jinping. Pekín (26-09-2014) |
No sólo
no se intenta disimular que, desde la antigüedad, lo económico, lo político y
lo religioso sigan formando un entramado más o menos sutil, sino que también se
demuestra frecuentemente que la separación de poderes es un principio de
utilidad higiénico-teórica que puede garantizarse hasta que empieza a amenazar
a quienes no debe. No olvidemos, por ejemplo, a uno de los magistrados más
notables y valientes de la justicia nacional e internacional, que fue apartado
en 2012 de la carrera judicial como consecuencia de su investigación del
alcance, las ramificaciones y los responsables políticos de una conocida
macro-trama de corrupción que apunta al partido político del Gobierno de forma
directa. Y no olvidemos tampoco que la justicia española ha dejado de ser
gratuita, ya sólo se dispensa a quienes pueden pagársela, y que se muestra más
tolerante con aquellos que amenazan con “tirar de la manta” y destapar las
vergüenzas.
La democracia
de la etimología, reconozcámoslo, ha sido siempre una utopía. En la Grecia
Antigua ni siquiera la consideraron una utopía deseable. 2.500 años después, en
la segunda mitad del siglo XX, el auge de los derechos civiles y las mejoras en
el bienestar económico parecían recompensar el enorme esfuerzo de la sociedad
en vidas humanas tras las guerras mundiales; sin embargo esos avances, ahora en
vertiginoso declive, respondían más bien a la conveniencia mercadotécnica. Un
trabajador no sólo produce sino que también consume productos. Si se le
proporciona un buen salario y se le señalan ciertas comodidades necesarias,
consumirá más. Y cuanto más crezca la población, mejor: más
trabajadores-consumidores y, por lo tanto, mayores beneficios económicos. La
ecuación sería casi perfecta si no fuese por el I+D+i del liberalismo, el crecimiento exponencial sin
regulación.
Crecer
rápidamente, y siempre más, la línea maestra del voraz capitalismo financiero;
da igual que no exista ni la cantidad de “riqueza” –bienes, productos y
servicios– ni la cantidad de “papel” –en billones, trillones, etc.– que pueda
satisfacerlo. Sabiendo que ese es el objetivo, lo raro sería que no sufriésemos
estas crisis cíclicas o que no siguiesen estallando conflictos bélicos. ¿Qué
hacer entonces, dado que el objetivo de crecer sin límites parece ser
innegociable? Al capital no le gusta que lo regulen. Cuando se le ponen reglas
de juego, muchas o pocas, se retrae y se producen las desinversiones, las
deslocalizaciones de empresas, los EREs (los despidos masivos, dicho a
las claras), el fraude fiscal, las maniobras bursátiles, las recalificaciones de
la prima de riesgo de los países, etc. A propósito, nadie medianamente
despierto consideraría desinteresada la recalificación de Standard &
Poors' de la prima española, de “BBB negativa” a “BBB”, dos días antes de
las últimas elecciones al Parlamento Europeo, ¿no?
(Continúa en la siguiente entrada)
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