EL ESCRIBIENTE DE CARTAS
En
el verano de 2002, a la vuelta de unos días de acampada con varios alumnos, no
pude parar hasta dejar escrito el cuento Nadie vive en Pradomira, la narración de otro encuentro inefable. Este que
sigue, escrito dos años después, es su secuela directa; de ahí la enigmática primera
oración. Tarde o temprano os invitaré a leer aquel también. Ambos pertenecen a la
colección inédita La teoría del polvo.
Ciertamente, nadie vive en Pradomira. Ahora lo sé. Pero ignoro, o más bien quiero hacerlo, cómo pudo extenderse por la serranía el rumor de que había un excursionista atravesando los calares provisto de lápiz y papel y que había arreglado un encuentro amoroso entre dos serranos distanciados por los mismos barrancos y lomas que los vinculan. Nadie llegó a conocerlo, como es natural. Pero los que llevaban esa clase de existencia apartada mantuvieron durante algún tiempo la esperanza del encuentro con el mensajero de la providencia, que en esta región del país era todavía objeto de fe.
Una
mañana de mayo en que Arguellite me había recibido embozada en un capote
neblinoso agujereado todavía por sus luces blanquecinas, coincidí en la tienda-taberna
de la aldea con un cortijero que le hablaba a la botella de orujo que tenía delante,
en uno de los dos mostradores enfrentados. La mirada inevitable que le dirigí
encontró la suya, de reojo sin despegar los codos del otro mostrador. Esperaba
a que me despacharan pan, salchichón y tomates. El tendero había ido a buscarme
los tomates.
¿Qué?
¿A caminar por el monte? Se giró del todo.
Pues sí.
Yo
he bajado del cortijo a ver a uno. Pero se ve que no se ha levantado todavía.
Si viviera donde yo, sin luz ni agua corriente, se acostaría y se levantaría
con el sol. Aquí me tiene el señorito, esperándolo hasta que él quiera.
Normal,
teniendo en cuenta que hoy es domingo.
Se
amontonaría anoche y, claro, tampoco tendrá mucho que hacer hoy. ¿Para dónde va
usted? ¿Para la Peña Palomera quizá?
Creo
que...
Esta
madrugada no, pero últimamente han caído unos buenos escarchazos ahí arriba. Mi
cortijo está un poco más abajo y el agua de la alberca casi se helaba como en
pleno invierno. Si yo quisiera, podría vivir en Yeste o en Hellín. En los dos
sitios tengo casa, bien acondicionadas las dos con su calefacción y todo lo
demás. Lo que pasa es que yo no sabría vivir así. Mis dos hijas sí están en la
casa de Hellín. Son estudiantes, ¿sabe?
Puede
que las conozca.
¿Viene
usted mucho por aquí? Cuando suba verá qué casa se ha hecho un forastero en las Quimeras.
Hay que tener valor para hacerse una casa como esa, tan a la vista. No digo yo
que no se haga uno una piscina si puede permitírselo. Pero mira que pintar la
casa de rosa. Si se le llega a ir la mano, parecería que tenemos club en el
Arguellite. Él sabrá. A lo mejor... No, no lo creo, ¿no?
Sí,
conozco la casa, pero no creo.
Hay
que tener ganas... Una cosa es construir con los materiales de ahora y otra
distinta es hacer eso, hombre. Una casa aquí en la sierra no puede ser rosa ni
parecer un puti-club. Aquí somos de otra forma y eso hay que respetarlo. Y el
que quiera una mujer de esas, que
trasponga a la capitaleja o a Madrid, que no sería el primero. Menudo berrinche
me se llevaría la madre si le levantaran al lado otro cortijo pintado de rosa o
de rojo. Aunque a algunos cortijos nuevos no les vendría mal una mano, siquiera
de rosa, para tapar todo lo que les echan de cemento y uralita.
Totalmente
de acuerdo en lo del cemento y la uralita.
¡Ah!
¿Conoce usted al Curita? Ese sí que sabe vivir. Se fue de la aldea con nueve
años. Estuvo en el seminario hasta los veinticuatro, pero a la hora de la
verdad se escapó de ordenarse. No sé en qué andaría después que al cumplir los
treinta ya lo teníamos aquí construyéndose la mejor casa y sin dar ni golpe
desde que volvió. Se pasa el día por las sendas y los carriles con un libro y
sólo se para a hablar con don Pascual cuando viene de Yeste. A los demás nos
apaña con los buenos días y un saludo con la mano que parece que te está
tirando una bendición al suelo.
He
conocido a alguno de esos medio curas.
Pues
por eso será: para que no lo distraigamos de la lectura. Apuró la copita con un
movimiento disciplinado, se quedó pensativo unos segundos y retomó la palabra. Dicen
que anda por esta sierra uno que escribe cartas de amor y arrejunta a la gente.
Dicen que hace cosa de un año arrejuntó al pastor del calar con una enfermera
de Hellín. Quién lo iba a decir: Paquillo el de La Moheda con una enfermera. Tuvo
que escribirle unas letras bonicas de verdad. ¿No lo conocerá usted también?
A
ese sí.
¡No,
claro! No se van a conocer todos los excursionistas que suben aquí. Yo tendría
que toparme con ese escribiente de cartas. Si fuera capaz de ponerme en
contacto con la Petra... Desde que se fue a la parte de Paterna con la familia
no he sabido nada de ella. Claro que sería difícil que hubiera seguido soltera,
pero a lo mejor nos apañábamos ahora que estoy viudo. La Charo me dio dos buenas
hijas, pero a la que yo quería era a la Petra. Si no me se hubiera ido la
cabeza con la Charo como me se fue. En fin. Voy a acercarme a lo de éste. Se
levanta la niebla. Va a tener un buen día para andar. ¡Con Dios!
Sí,
vaya usted con Dios y con San Aureliano y Santa Odila.
Y
con San Blas. ¿Ya se va el Sordo-mudo? Buena charla han tenido.
Por
su parte bien buena.
¿Quiere
algo más?
No.
Entonces
a ver: los tomates con el pan, el salchichón y el almuerzo hacen trescientas
pesetas.
Eso
son dos euros más o menos, ¿no?
¡Ea!
Dos euros y estamos en paz.
Foto de Antonio Puertas |
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