No seamos idiotas (III)
A ver si lo entiendo. A un simple funcionario se le puede suspender de empleo y sueldo por la comisión de una falta leve. Pero a un gobierno autonómico secesionista se le toleran hechos tan sumamente graves como: declararse en rebeldía frente a los poderes del Estado y a la Constitución, desairar a las instituciones del Estado, conducir intencionadamente a la sociedad de su comunidad autónoma al conflicto civil, llevar a cabo un referéndum ilegal y declarar la independencia de su territorio.
El Poder Ejecutivo no ha movido un músculo.
Mientras, el Poder Judicial no ha dejado de actuar recopilando indicios de los
múltiples delitos e irregularidades de la Generalitat.
La Cataluña silenciosa se ha
manifestado, por fin. Las grandes empresas catalanas trasladan sus sedes a
otras comunidades autónomas. La prensa extranjera e incluso el Fondo Monetario
Internacional dan crédito al Estado español… Y el Gobierno consiente que se
produzca la declaración de independencia de hoy, aunque finalmente haya
resultado un sucedáneo descafeinado con tufo a caca.
¿Qué tienen en la cabeza el Presidente y su Gabinete? La gravedad y los riesgos de una situación así seguirán aumentando e
incendiarán la calle si no toma la iniciativa. Los frustrados secesionistas aún
pueden lanzar zarpazos desesperados, sobre todo los más exaltados, que siguen
hablando de “romper cadenas” y de emancipación. ¿Cómo puede mantener una
actitud tan pusilánime un presidente del Gobierno? A lo mejor espera la llegada
milagrosa del Séptimo de Caballería, que no le implicaría directamente y gracias
a la cual podría desconvocar el Consejo de Ministros de emergencia, dentro de
nueve horas.
La paupérrima calidad de
ese “liderazgo” tan particular del señor Rajoy y la debilidad de su Gobierno
tienen explicación, no justificación. La debilidad de su respaldo electoral y
el frágil equilibrio de fuerzas del Poder Legislativo español tras las últimas
elecciones generales proporcionan parte de esa explicación. Pero no nos
olvidemos del componente ibérico, con
ese cariz idiosincrásico auto-destructivo resultante de la interacción de tanto
“listo”, tanto idiota y algún que otro pusilánime, del que tratarán las
siguientes entradas.
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