No seamos idiotas (IV)
Apuntes de castellano y política peninsular (III)
En España siempre ha habido mucho listo. Debe de
ser porque nos gustan los listos. Los admiramos y queremos ser como ellos pero
no siempre nos atrevemos. Bien es cierto que, por su parte, el listo o la lista
jamás admitirán ser unos listos. ¿Tan aviesos y grotescos somos los españoles?
En absoluto, aunque un poco acomplejados, si acaso, sí estamos.
Nuestra historia nacional ha fomentado la dicotomía
sociolingüística entre ir de listo o hacerse el tonto y la última guerra civil
y la larga dictadura dejaron huellas profundas; lo que puede explicar hasta
cierto punto la abundancia de listos, tontos y pusilánimes, que esquivan los
problemas y a quienes los causan por no “entrar
al trapo” (*).
Esquemáticamente, están los listos que se hacen
pasar por tontos para hacer lo que les viene en gana. Están los tontos que se aprenden
tres o cuatro astucias que desarrollan hasta la perfección, con lo que terminan
dándoselas de listos. Y, en el olimpo de la listeza, están los que la ejercen a costa de que los demás nos hagamos los tontos o de que, verdaderamente, seamos tontos de remate.
Existe, por lo tanto y sin lugar a dudas, la
categoría del listo total “legal”
(**). El LISTO, con mayúsculas, que
practica la variante más ibérica del
catálogo, la que aglutina características de las otras dos y que, así, se
aprovecha mejor de los adoctrinados, de los desesperados, de los idiotas, de los ilusos, de los menos instruidos (pero con facebook y smartphone) y de los rencorosos.
Foto: EFE / ATLAS |
El señor Pablo Iglesias (1978) es un listo total de
esos. Simpatiza con el autoritarismo golpista venezolano del difunto señor
Chávez y del discípulo Maduro, apoya el decimonónico nacionalismo
independentista catalán, aunque ahora quiera (necesite) desdecirse, y seguro
que le complacen las actividades anti-Occidente de los piratas informáticos del
señor Putin; y todavía piensan muchos que es el nuevo garante de la decencia
política.
Con auténtico celo leninista-stalinista, ha ido defenestrando de la plana mayor a todos los co-fundadores de Podemos y ha concentrado poderes en su persona con el bolivariano fin de blindarse en la secretaría general del partido; y todavía él mismo se cree autorizado para dar lecciones morales sobre
lo que es democrático y lo que no.
No se le cae de la boca el adjetivo “franquista”
para atacar a la derecha, promueve el conflicto y el desencuentro dentro de la izquierda
y aborrece hasta pactar el nombre de las leyes a debate, porque él tiene que
jugar con su pelota y con sus reglas. Recordemos que tuvo la posibilidad de
favorecer la formación de un gobierno que habría impedido formar el suyo al
señor Rajoy, pero la dinamitó con sus intrigas.
Parece que quisiera que el franquismo volviese de
verdad para cargarse de razón. Pero lo que consigue es dárnosla a los que pensamos
que esa izquierda facciosa es visceral e incendiaria, que no sirve para
gobernar con sentido práctico y responsabilidad. Lo hemos visto, a él con los
suyos, montar el pollo en la calle y en el Congreso. Desde su escepticismo
anti-sistema, practican la política a pelotazos, como en el paintball.
No le deberían haber dejado ver Juego de tronos en su casa. Es probable
que sufra un maquiavelismo tan severo que solo disfrute jugando con las
ilusiones, los problemas y los sentimientos desde su escaño parlamentario; y es probable que solo desee el conflicto total, el cataclismo económico, político y social del Estado democrático como solución final para materializar la utopía libertaria y hacerse su trono de dagas.
Ahora bien, que haya listos totales destructivos es
inevitable. Lo preocupante –y evitable– es que haya tanto memo despepitado, por
no repetir lo de idiota, que olvidará que este supuesto defensor de los
derechos y de la igualdad real y efectiva de todos los españoles ha defendido
que los ciudadanos de cierta comunidad autónoma tienen derecho a gozar de más
privilegios que los de las otras.
(*) “Entrar al
trapo”, una de esas expresiones doblemente ibéricas, por venir de la
tauromaquia, con la que se describe la respuesta inmediata a un desaire, a un
exabrupto o a una acción reprobable. Entrar
al trapo en este país está casi peor visto que la palabra, la obra o la
omisión que merecen la corrección. Lo asimila a uno antes con la irracionalidad
de un toro que embiste que con la responsabilidad y la sensatez del que debe
atajar un despropósito ipso facto, es decir antes de que haga más daño.
(**) El listo
total ilegal –el sinvergüenza de toda la vida que se forra defraudando,
estafando, sobornando o dejándose sobornar, etc.– queda fuera del tema de hoy.
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