sábado, 24 de septiembre de 2016

Fatalidad ibérica 

Apuntes de castellano y política peninsular (y II) 


Resumiendo, decíamos que “eso es así”, en su elocuente brevedad, encierra un mensaje complejo y profundo que impregna a los españoles espabilados, proporcionándoles una sentencia suprema con la que apostillar y cerrar conversaciones estoicamente. La frase vendría a sintetizar el pensamiento: “No seas tonto –o tonta– y no sufras. Resígnate porque eso es inevitable”. ¡Qué sentencia! Por mí se la regalaríamos al doctor Martin Seligman, para siempre, como muestra de cómo hemos verbalizado los españoles nuestra “indefensión aprendida” (Helplessness, 1975). Así a nadie le vendría a la mente ni a la lengua en este momento político, que nos aboca a las terceras elecciones generales tras poco menos de un año de desgobierno.


Admito que el pueblo español –de la nobleza, el clero y la alta burguesía abajo– ha sufrido suficientes calamidades históricas como para entregarse a la resignación; pero aquellas no han sido más ni más graves que las de otras naciones y estados europeos. La diferencia estriba en que el absolutismo y las dictaduras del Estado español, fortificados con la peninsularidad y la muralla pirenaica, nos han mantenido más aislados durante más tiempo. Pero los viejos pretextos, la razón de estado de los déspotas y la patria de los tiranos, ya no cuelan. Muy perfectibles aún en forma y contenidos, la educación y la información llegan a todas las clases sociales en el siglo XXI. Sin embargo, el fatalismo sigue socavando la confianza y el coraje de los españoles para poner fin a todo lo que no funciona como debería. Y no es que la gente no tenga claro lo que le gusta y lo que le disgusta; el problema es que al español medio se le va la fuerza por la boca en el bar. Lo siento pero eso es así.

Me explicaré. Hasta la llegada de la libertad de expresión, hablar críticamente de las cosas importantes ha sido un acto clandestino. El pueblo jamás ha podido desahogarse ni reclamar nada públicamente, sin ser reprimido; y el Estado, con su arbitrariedad, ha inducido al pueblo a la picardía para sobrellevar tanta fatalidad y auto-repararse por la injusticia social. Es más, ha convenido mucho que el español medio sea pillo: que se cuele en las colas, que hable a escondidas, que trapichee en negro, que no declare todo su patrimonio, etc. La pseudo-máxima de que “todo el mundo tiene un precio y quien no se corrompe es porque no tiene ocasión” todavía sostiene la superestructura del poder y excusa las conductas escandalosas de los gobernantes y de los pillos gordos del país. Incluso en democracia, lo último que necesita un mal gobernante es que el pueblo sea crítico, educado e íntegro. Luego pasa lo que pasa en las urnas.

Prácticamente en cualquier país civilizado y desarrollado, las élites intelectuales y políticas proporcionan los modelos de convivencia, exploran y proponen soluciones a los problemas y trazan el camino para sus ciudadanos. Cuando se descubre que un alto cargo no es modélico, útil para la sociedad a la que sirve, dimite o se le destituye; cuando queda probado que un diputado o senador ha delinquido, no hay aforamiento que lo ampare. Cuando un partido político no alcanza la mayoría absoluta en unas elecciones, existen procedimientos para propiciar la formación del gobierno en plazos de tiempo razonables. Pero “Spain is different”, el Ministerio de Información y Turismo franquista tenía razón. ¿Nunca nos cansaremos de manifestar esta enervante singularidad?


Hoy lo de menos es que nuestros políticos profesionales hagan promesas falsas durante la campaña electoral y en la legislatura. Lo irritante es que solo ponen empeño en ofenderse y, acto seguido, dicen que quieren dialogar y pactar con los adversarios. Ni un colegial es tan tonto-de-remate. La mayoría de los partidos tienen la creencia anti-política de que sostenerse y hacer oposición al gobierno consiste en oponerse a todo cuanto proponga el otro, aunque sus propuestas sean similares o las mismas. Los partidos de izquierda, por ejemplo, se tratan casi con tanto desprecio como el que gastan con el PP, la “Derecha Unida” española. ¿De verdad pretenden gobernar así? Y aquí viene la puntilla: unos y otros están arrastrando al país a la reedición del enfrentamiento secular de las dos Españas; un dramático retroceso histórico después de que aquellos viejos enemigos de la guerra civil y la posguerra se sentasen a la misma mesa para redactar la Constitución española de 1978.

La capacidad de asombrar de estos lidercillos nuestros parece inagotable. Ahora se acogen al espurio espíritu de la E.S.O. (Educación Secundaria Obligatoria) –que no es tan mala, en realidad, pero ha sido aplicada lamentablemente y con cuatro leyes educativas distintas– y pretenden promocionar a las terceras elecciones generales con las asignaturas más importantes suspensas. Aspiran a la permanencia, a toda costa, en sus cargos de partido y en las cámaras representativas para las que han sido elegidos dos veces ya, pese a que no se han ganado el sueldo en estos diez meses. No quieren asumir lo que el electorado expresó el 20 de diciembre de 2015 y repitió el 26 de junio de 2016, lo cual agrava la pretensión inmoral de hacernos votar por tercera vez. ¿Cuántas veces más necesitarían? Está claro que, como todo sinvergüenza que cobra después de hacer mal su trabajo, éstos quieren continuar viviendo del cuento indefinidamente.

"¡Eso NO es así!", gritémoslo como cuando estamos de cañas en el bar o en el fútbol. El voto disperso del electorado ha rechazado el bipartidismo ibérico, cuya mayor hazaña ha consistido en sembrar el país de corruptos. La gente quiere que los políticos dialoguen, que se forme un gobierno de coalición y que haya una oposición constructiva. Pero ni la “vieja” ni la “nueva” política, con alguna honrosa excepción, están a la altura del mandato. El grueso de los líderes y de los cargos ejecutivos de los partidos han desperdiciado sus oportunidades y no merecen la tercera. Deberían retirarse y ceder el sitio a otros más capaces porque, si no, ¿qué se supone que tendríamos que hacer? En el caso de que llegasen –lleguen– las terceras elecciones generales, con los mismos candidatos, qué tendría que hacer el pueblo para hacer respetar su voluntad soberana. ¿Resignarse por enésima vez e ir a votar con normalidad?

Si sufrimos –cuando suframos– ese déjà vu fatal, yo sugiero que los votantes voten manifestando la indignación, suponiendo que haya gente indignada, desde la ortodoxia ibérica si creen que se sentirán mejor así. Podemos recurrir a nuestro catálogo de fatalidades típicas del país. Vayamos a los colegios electorales pero no entremos. Rompamos las papeletas en la puerta. Tiremos los pedazos al suelo. Orinémonos en ellos. Después, quien quiera que se fume un porro, que se vaya de cañas o que se cuele en el cine… Con la dignidad intacta y la satisfacción escatológica de haber desmenuzado y lubricado adecuadamente los votos que, luego, la clase política ibérica se pasará por el arco del triunfo.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Fatalidad ibérica 

Apuntes de castellano y política peninsular (I) 


Existe en castellano una coletilla exasperante, al menos para mí; una tosca gema incrustada a sangre y fuego en el idioma y en nuestro –no sé si denominarlo– fatalismo, resistente fe en la providencia o gregarismo ibérico. Se trata de una locución que suele emplearse para dejar en evidencia al idealista, al iluso o al inocente que ose no ya quejarse sino comentar una circunstancia injusta o una conducta reprobable. Sus usuarios se presentan como depositarios de una sabiduría atávica, una suerte de pragmatismo idiosincrásico, imperecedero e incuestionable, resumido en tres palabras que pueden desautorizar a cualquier español que no se conforme con el statu quo. Atentos, queridos estudiantes de español, porque la frase implica un corolario fatalista que conmina a la pasividad y a la sumisión.

Pongamos algunos ejemplos de uso en respuesta a distintas apreciaciones generales y más o menos subjetivas. Si uno dice que “las esquinas y los parques, en muchas ciudades españolas, huelen a orines y a porro”, siempre habrá otro que replique diciendo: “¡Ea, eso es así!”. Si en el trabajo, entre los amigos o en la familia nos lacera constantemente algún energúmeno o alguna persona tóxica, siempre saldrá un abogado defensor que diga: “Hay que entenderlo. Él es así”. Cuando una conocida página de venta online de entradas para espectáculos se auto-compra por medio de una filial y, a la media hora, te revende las entradas del concierto de Springsteen triplicando el precio de venta oficial, será inevitable oírle decir a algún comprador habitual que “eso es así”, en España.


Más ejemplos, a ver si yo mismo lo asimilo. El hecho de que todo el mundo vocee en los bares españoles, eso es así. Intentar colarse o irse de un sitio sin pagar, eso es así si quieres demostrar que eres “espabilao”. La costumbre extendida de tirar inmundicias por los balcones y por la ventanilla del coche. En este país eso es así, ¿no? Tener preparado y soltar un sonoro exabrupto cuando otro conductor te pita por saltarte un semáforo, eso es así por supuesto. Ir al fútbol para drenar la mala leche, acumulada a lo largo de la semana, con vituperios al árbitro y al otro equipo. Eso es así, no seamos tan remilgados. Aunque, sin movernos de ese ámbito, la expresión se refina cuando los entrenadores y los jugadores sueltan su notoria justificación polivalente, “el fútbol es así”, o la tautología deportiva por excelencia de “el fútbol es fútbol”.

Calumniar a los mejores mientras se da crédito a los mediocres y a los embusteros: eso es así en virtud del igualitarismo democrático, supongo; de hecho, cuando alguien tiene éxito, inmediatamente le sale  una legión de adeptos envidiosos. De ahí, quizás, la tendencia de la Administración pública a colocar en los puestos de responsabilidad a los más veteranos y expertos –aunque la experiencia consista en calentar sillones, esquivar fatigas y hacer oídos sordos– en vez de contar con el personal más cualificado y diligente. Tanto los asalariados como los autónomos estaremos de acuerdo en que eso es así. Entretanto, los servicios de Inspección de la Administración nunca hacen nada con respecto a los trabajadores que incumplen la normativa y las obligaciones. Si acaso se toman todo el interés al actuar contra los que critican esa mala praxis. Esto último es así también, lo afirmo fehacientemente.

(Continúa en la siguiente entrada)