lunes, 26 de enero de 2015



Foto: El Mundo (09-03-2010)

Me apostaría la paga extra –aunque no hace falta apostar para que te la sisen, siendo un asalariado– a que, sin haber leído el célebre exordio de Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, casi todos los españoles podríamos parafrasearlo convincentemente. Sería algo así como: “Aquellos años fueron los mejores y los peores tiempos de nuestra historia, un periodo de sabiduría y de estulticia, la época de la fe y de la incredulidad, la estación de la luz y de la oscuridad, la primavera de la esperanza y el invierno del desaliento; en que parecía que lo teníamos todo pero, en realidad, no había nada para nosotros porque, después de que el Ibex-35 hubiera tocado el Cielo, el país entero fue condenado a descender al Infierno”.

En cristiano: nuestra travesía democrática no nos ha conducido a la tierra prometida sino a un espejismo decorado con cornucopias y oropeles de cartón-piedra que, para colmo, los embaucados tendremos que pagar a plazos con hambre, sudor o lágrimas por tiempo indefinido. Mientras, otros seguirán gozando por defecto del divino perdón o del derecho al rescate cada vez que les haga falta, aunque se hayan arruinado solos o hayan arruinado a su clientela. Me refiero a los altos directivos y ejecutivos del sector privado y del sector público, que no pueden perder sus indecentes bonificaciones, a los bancos, a los clubes de fútbol grandes, a los grandes defraudadores y evasores fiscales, a las compañías hidroeléctricas, a los promotores-concesionarios de autopistas de peaje y a todos los demás intocables del país.

“Mire usted”, dirán, “hay que arrimar el hombro si queremos que España sea fuerte y próspera. Hace falta sacrificio y compromiso democrático”.

¡Alto, alto, alto ahí! Con la democracia y el sacrificio selectivo hemos topado.

Hace algún tiempo empecé a montar mi propio rompecabezas con respecto a la democracia española. En estos años críticos, me he acordado mucho del notorio “todo está atado y bien atado” del General Franco. Esta recesión cronificada y nuestra necrosada corrupción han relativizado públicamente la ejemplaridad absoluta de la Transición española; así que me reafirmo en que, en estos tiempos en que además han resurgido las maneras tardo-franquistas, Giuseppe Tomasi di Lampedusa –el autor de Il Gattopardo– podría proclamar con argumentos renovados que las clases dominantes necesitan cambiar algo "para que todo siga igual”. Y creo que ese algo, ya instalado en buena parte del lado occidental del Telón de Acero y que proporcionaba tan eficaz blindaje ideológico para el capitalismo, había de traerse a España a la muerte del dictador para que todo lo importante siguiera igual aquí también. Hasta no hace tanto, sólo insinuar que algo de esto hubiera sucedido así era deslealtad antidemocrática.

Efectivamente, la "democracia" es un concepto y una palabra inviolable dialécticamente so pena de anatematización. Sin embargo cualquier "demócrata" puede violar el estado de derecho democrático en función de sus influencias y de su poder económico, acogiéndose a los laberínticos resquicios legislativos, ejecutivos y judiciales. Sin duda, a partir de la etimología, el presidente Lincoln bordó una definición tan ilusionante como falaz: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En la práctica, esta democracia ha demostrado ser otra cosa. Si se me permite la redefinición (sé que no), la democracia parece ser el sistema político-económico que ampara más disimuladamente los intereses de los poderes conservadores-liberales-reaccionarios, permitiéndoles aliviar la conciencia, gracias a la cesión de pequeñas parcelas de libertad y de poder y a la dosificación de cierto grado de bienestar social a través de los servicios públicos.

Sostener en enero de 2015 que la democracia española es muy perfectible suena ya a perogrullada. Incluso así, protestar por el hecho es aún motivo de reprobación hacia los atrevidos, los llamados “anti-sistema” o “populistas”; no sé si consuela que todavía no se les llame traidores, como hacen en China o en Rusia. Pero, a la vista está –de quien quiera verlo– que la fragilidad y la precariedad de las democracias, en Europa y en todo el planeta, son directamente proporcionales a la volatilidad de las bolsas, esos nuevos templos idólatras del oro, del petróleo, de las stock options, etc. En los periodos de gran precariedad no es posible el disimulo. Y lo curioso e insultante es que ni se intenta.


Mariano Rajoy con Xi Jinping. Pekín (26-09-2014)

No sólo no se intenta disimular que, desde la antigüedad, lo económico, lo político y lo religioso sigan formando un entramado más o menos sutil, sino que también se demuestra frecuentemente que la separación de poderes es un principio de utilidad higiénico-teórica que puede garantizarse hasta que empieza a amenazar a quienes no debe. No olvidemos, por ejemplo, a uno de los magistrados más notables y valientes de la justicia nacional e internacional, que fue apartado en 2012 de la carrera judicial como consecuencia de su investigación del alcance, las ramificaciones y los responsables políticos de una conocida macro-trama de corrupción que apunta al partido político del Gobierno de forma directa. Y no olvidemos tampoco que la justicia española ha dejado de ser gratuita, ya sólo se dispensa a quienes pueden pagársela, y que se muestra más tolerante con aquellos que amenazan con “tirar de la manta” y destapar las vergüenzas.

La democracia de la etimología, reconozcámoslo, ha sido siempre una utopía. En la Grecia Antigua ni siquiera la consideraron una utopía deseable. 2.500 años después, en la segunda mitad del siglo XX, el auge de los derechos civiles y las mejoras en el bienestar económico parecían recompensar el enorme esfuerzo de la sociedad en vidas humanas tras las guerras mundiales; sin embargo esos avances, ahora en vertiginoso declive, respondían más bien a la conveniencia mercadotécnica. Un trabajador no sólo produce sino que también consume productos. Si se le proporciona un buen salario y se le señalan ciertas comodidades necesarias, consumirá más. Y cuanto más crezca la población, mejor: más trabajadores-consumidores y, por lo tanto, mayores beneficios económicos. La ecuación sería casi perfecta si no fuese por el I+D+i del liberalismo, el crecimiento exponencial sin regulación.

Crecer rápidamente, y siempre más, la línea maestra del voraz capitalismo financiero; da igual que no exista ni la cantidad de “riqueza” –bienes, productos y servicios– ni la cantidad de “papel” –en billones, trillones, etc.– que pueda satisfacerlo. Sabiendo que ese es el objetivo, lo raro sería que no sufriésemos estas crisis cíclicas o que no siguiesen estallando conflictos bélicos. ¿Qué hacer entonces, dado que el objetivo de crecer sin límites parece ser innegociable? Al capital no le gusta que lo regulen. Cuando se le ponen reglas de juego, muchas o pocas, se retrae y se producen las desinversiones, las deslocalizaciones de empresas, los EREs (los despidos masivos, dicho a las claras), el fraude fiscal, las maniobras bursátiles, las recalificaciones de la prima de riesgo de los países, etc. A propósito, nadie medianamente despierto consideraría desinteresada la recalificación de Standard & Poors' de la prima española, de “BBB negativa” a “BBB”, dos días antes de las últimas elecciones al Parlamento Europeo, ¿no?


(Continúa en la siguiente entrada)


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