jueves, 30 de marzo de 2017

Nadie vive en Pradomira (1/4) 

Pradomira es una vaguada orientada hacia el noreste por la que se accede, desde Collado Tornero, al Calar de la Sima. El Camino de los Voladores, que deja el río Tús varios cientos de metros engastado en el Estrecho del Diablo, se adentra en ella para refrescar a los caminantes que sigan su ruta, bordeando el puntal hasta el suroeste, en dirección a la Cañada del Avellano. Desde aquí el camino continúa por una serie de barrancos sucesivos que llevan a la otra vertiente del calar, donde el río Segura ha recorrido ya unos siete kilómetros acaudalado sobradamente con las aguas del Zumeta.

Siendo últimos de junio, los helechos y la hierba fresca que encontramos al encarar la vaguada parecían una recompensa después de haber dejado atrás la sequedad de una ladera sureste. Los muchachos con mejores piernas se habían adelantado, impacientes por encontrar el manantial prometido, así que supusimos que los ladridos distantes que oíamos desde que comenzamos a caminar paralelos al arroyo serían parte del protocolo por la llegada de los excursionistas. Al ver a nuestra avanzadilla bajo la sombra enorme de un gran pino solitario hacia el rincón del prado, donde el terreno empezaba a inclinarse un poco más, el resto avivó el paso. Yo preferí buscar el manantial. La vegetación y la tala de algunos pinos me habían hecho pasar de largo.

Entre hierba alta y juncos brotaba un hilo fino, suficiente, adentro del abrevadero. El sol se acercaba al cenit. Hora de refrescarse y disfrutar del paraje. Pacientemente, complacido con el chorrillo espacioso, rellené los tres litros de mis dos botellas. Bebí tranquilamente. Me reuní con el grupo y les obsequié con un poco de aquel frescor. Entonces empezó el almuerzo.


La casa de Pradomira

Desde el pino veíamos deleitados la alfombra de hierba húmeda resbalar vaguada abajo hasta un punto en el que la fronda de ambas laderas trepaba por una uve suave. Más allá, al otro lado del estrecho del río, se elevaba el Puntal de la Escaleruela: de no haber cambiado de planes deberíamos haber pasado justo por debajo camino de la Laguna de Siles. Y más arriba sólo el lienzo monocromo del cielo.

Nuestro campo estaba ubicado en la parte interior de una curva muy cerrada de la pista por la que habíamos llegado. A menos de cien metros a nuestra izquierda ésta desaparecía de la vista curvándose para ascender a Las Ericas. Pero antes de eso enfilaba a una casa levantada en una zona clara de bosque a unos diez metros por encima del arroyo. A ninguno le pasó inadvertida. Quién viviría en ella.

La casa no tendría ni luz ni agua corriente. Sin embargo era una casa grande, rectangular y enlucida. Fuera tenía dos cercados toscos y a unos pasos por detrás el bosque de nuevo. Y desde luego había perros guardándola aunque no se vieran.

Mirad. Ha salido un hombre de la casa, exclamaron dos muchachos a la vez.


El hombre del transistor

Un hombre bajaba de la casa. Tres perrillos de pelaje color canela lo precedían. No eran unos ejemplares amenazadores. Parecían más preocupados por seguir el paso del amo que por los extraños tumbados en el pastizal. El hombre caminaba de esa manera pausada y firme del que sabe que no necesita apresurarse para llegar a un sitio. El cuerpo, ni recio ni enjuto, se cimbreaba asegurándose un apoyo estable a cada paso por el abajadero. Curiosamente, la figura me recordó el hilillo de agua del manantial que con toda su levedad mantenía rebosante el abrevadero del prado.

Viene aquí. Nos va a azuzar los perros y veréis qué rápido bajamos. No le gustan los intrusos. Viene a cobrarnos la sombra. No, va al manantial. Ese se cargó bien anoche y ahora... Sí, viene aquí. Cada cual tuvo que fantasear.

A pocos metros el hombre representaba casi una docena de lustros. Apacible y gentil en los ademanes, a pesar de la suciedad de su ropa de trabajo, se dejó saludar primero.

Buenas tardes, dije resumiendo los saludos de mis compañeros.

Mejor buenos días. Todavía hay día, me contestó. Su respuesta era natural. Él no tenía otro reloj que el sol y estaba en las once. Los perrillos dieron unas vueltas olisqueando a los visitantes y se tumbaron dentro de la sombra sin rozarnos.

En la mano izquierda sostenía un transistor encendido a un volumen casi imperceptible para los que habíamos estado intercambiando bromas chillonas. ¿Adónde van por aquí?

Queremos subir al calar y dejarnos caer a la sima. Sólo para que estos jóvenes la conozcan. Se nos ha echado la peor hora encima y estamos descansando aquí.

Pues muy bien. ¿Y de dónde vienen si puede saberse?

A decir verdad cada uno venía de un lugar. Titubeamos un poco y terminamos por decir que veníamos de un instituto de Hellín y que estábamos celebrando el fin de curso haciendo algo de ejercicio. ¡Sí, desde luego que sí! Se oyó por detrás la protesta.

No, si lo que yo les pregunto es que de dónde han salido esta mañana. ¿Del Vado?

Sí, estamos en el camping.

Ah, pues muy bien, hombre. ¿Y cuándo vuelven?

Mañana. Pasaremos el día en el río y nos volveremos a casa.

No, yo digo hoy. Al camping.

Ah, no sé. Esta tarde, calculo que cerca de las siete.

El hombre del transistor chasqueó la lengua. Entonces ya va a ser muy tarde.

¿Que va a ser tarde?

Sí. Es que tengo ahí cuatro perdigones y se me van a morir si no vienen a por ellos.

Si quiere, podemos darle el recado a quien usted nos diga.

No, pero ya tan tarde se me habrán muerto. ¿No llevan ustedes teléfono?

Casi todos llevamos. Pero, aquí arriba, lo más seguro es que no sirvan.

Si pudiéramos llamar para que vengan a por los perdigones. Pero tiene que ser ahora, y sacó un pedacito de papel del bolsillo de la camisa. Yo no sé si cuando vuelva a la casa no se habrá muerto ya alguno. Me los encargó uno de Hellín. ¿Me han dicho que venían de Hellín? Entonces conocerán al del bar El Tolmo.

Sí.

Pues para ése son. Pero como no venga en un par de horas, se me mueren.

¿Ve? Desde aquí no se puede hablar. No tenemos cobertura.

Qué lástima. Se van a morir. ¿Qué le vamos a hacer?

Si aguantaran, llamaríamos esta tarde al llegar al Vado.

Sí, pero no van a aguantar. El hombre se calló, apenado verdaderamente. Su expresión me conmovió tanto que me prometí no olvidar aquel rostro. Aquella tez curtida, perfectamente afeitada donde correspondía, ni excesivamente arrugada ni ennegrecida en absoluto. En contraste, el pelo blanco y arremolinado en el flequillo. El gesto amable. La boca con sus dientes trabajados por el tiempo y la lejanía sanitaria. Y los ojos, de iris claros como el cielo sobre nácar. La mirada, la de un hombre transparente. No habría hecho falta la promesa.

El pastor del Pradomira

Medio cabrito

El hombre apagó el transistor e interrumpió el almuerzo por segunda vez. ¡Oigan! ¿Se llevarían ustedes medio cabrito? Porque les gustará el cabrito, ¿no?

Creo que todo el grupo dejó de masticar lo que tuviera en la boca. ¿Medio cabrito?

Sí. Lo mato y se lo preparo para cuando pasen de vuelta. ¿Se lo llevarían? Yo puedo comerme medio, pero qué hago con el otro medio sin nevera ahí arriba.

Probada la ineficacia de los móviles, los de tercera generación también, en plena sierra; deseaba poderle servir en algo al hombre. ¿Pero qué íbamos a hacer con medio cabrito a cuestas por el monte y con aquella temperatura?

No se preocupen por eso. Se lo envuelvo bien dentro de un saco y se lo llevan para la cena de esta noche. En el camping se lo pueden asar. ¿O qué? ¿No les gusta el cabrito? No teníamos más argumentos que el de la caminata que aún nos quedaba por delante y, exagerando un poco, el que algunos ya no pudieran tirar ni de su ración de agua. ¿Entonces qué? ¿Lo mato? Por salir del atolladero, empecé a preguntar a los jóvenes confiando en que fueran ellos los que dijeran que no. Así fue exactamente aunque por gestos. Ninguno quería decir que no.

Bueno, ustedes se lo pierden. Ahora que si hubieran querido, a mí no me habría costado ningún trabajo matar el cabrito. Yo me apaño bien para comerme medio. Pero el otro medio se me estropearía y sería lástima. No se hable más. ¿Saben a cuánto está la carne?

¿La de cabrito dice usted? La verdad, no.

¿Puede ser que esté a ochocientas?

Ni idea.

¿A mil quizá?

Sí, puede ser que a mil pesetas sí esté, por lo menos en el mercado de Hellín, nos salvaba mi colega Fernando.

A mil. Entonces, como la mitad del cabrito tendrá un poco más de cinco kilos, yo se lo dejo en cinco mil y ya tienen cena. Totalmente desarmados eludíamos responder. Ya, ya, que no les gusta. Eso tiene el estar aquí arriba. Si no me doliera esta pierna, tocándose la izquierda. El otro día me dio un topetazo un animal y me hizo daño aquí. Menos mal que vino uno de La Moheda a verme y llamó a la ambulancia. Me golpeó por aquí. Ya estoy mejor, pero me duele todavía. Así que no quieren cabrito. Pues bueno, hombre.


Rosana

Habíamos terminado los bocadillos y empezábamos a dar cuenta de la fruta. Después pasamos a las galletas. Yo saqué un paquete de dátiles que ofrecí a la compañía. ¿Quiere usted dátiles?

¿Esto?

Sí, coja.

Bueno hombre, gracias.

¿Le podemos echar pan a los perros? Preguntó una joven.

No les echéis tanto. No porque no se lo coman. Es que os vais a quedar sin nada y aún os queda camino.

Si ya no podemos más. Estos bocadillos tenían demasiado pan.

Échales entonces, que no van a dejar nada. Voy a coger otro.

Claro que sí, hombre. Coja los que quiera. Le acerqué el paquete de los dátiles.

Agotadas sólo sus dos primeras cuestiones, nuestro amigo quería charla. Por nuestra parte, teníamos todo el tiempo para escuchar la siguiente ocurrencia.

¡Qué mozas más agradables vienen!

Son guapas, ¿eh? Espoleaba Pipo.

Sí son guapas, sí. Y jóvenes.

Pues nada, si le gusta alguna, se la dejamos aquí y que le ayude con el ganado y lo demás.

¡Vete por ahí, Pipo!

Tú, ¿no querías ser pastora?

¡Cállate ya!

Yo me hablo con una muchacha. Se llama Rosana. Es enfermera. La conocí en el hospital de Hellín. Hicimos muy buenas migas. Hablamos mucho allí y se portó muy bien conmigo. Lo que pasa es que ella es de Ayna. Vive con los padres y tiene un hijo de seis años. El otro día me mandó una carta. La tengo arriba. ¿Querrían leérmela? Le centelleó la mirada.

Afectando una curiosidad escasa le contesté: si a usted no le importa que nos enteremos de sus asuntos.

¿Qué me va a importar? Yo entiendo algo, poca cosa. La letra está muy apretada y no me aclaro. Además, como ustedes son turistas y no me conocen ni yo los conozco, no me da vergüenza. Con la gente de la aldea es otra cosa. Se reirían de mí y no quiero yo que se enteren. Uno de vosotros, ¿me la leéis?

Vamos, sí.

¿Quién la lee?

Mientras, voy a buscarla. Ah, si leyendo oyesen alguna cosa que no fuera conveniente... Yo confío en ustedes. No me gustaría que se enterasen en los alrededores y en el camping menos todavía.

No se preocupe que nadie se enterará.


Tocado. Este hombre lograba conmoverme con poco esfuerzo. Estaría muy bien, pero en qué vamos a escribir. Yo tengo lápiz pero no tengo papel.

¿Le valdría un saco de piedras de sal?

Creo que no. Un momento, tenemos barritas energéticas. Puede que nos apañemos con el cartón de las cajas.

Entonces sólo falta la carta. De modo que hombre y perros regresaron por donde habían venido hasta la casa.



Continúa en la siguiente entrada: Nadie vive en Pradomira (2/4)


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